ÍNDICE
Prólogo
La conducta en la escuela
Problemas de disciplina más comunes en la escuela
- La hiperactividad
- La conducta violenta
- El hostigamiento
- la conducta impertinente
- Las actitudes desafiantes
- La conducta vandálica
- El alumno que roba
- El acoso sexual
- El incumplimiento de deberes
Condiciones relacionadas con las conductas perturbadoras en la
escuela
- Influencia del educador y el sistema educativo en la génesis de las
conductas perturbadoras
- - El educador
- - El sistema educativo
- Factores familiares que pueden influir en los problemas disciplinarios
Concepto de disciplina escolar
- La disciplina negativa
- La disciplina positiva
- Disciplina y antecedentes de los educadores
Conceptos básicos de métodos de modificación de conducta
Reforzamiento de conductas
Reforzadores
Extinción de conductas
- Olvido
- Saciedad o hartura
- Práctica negativa
- Privación de refuerzos positivos. Tiempo fuera
- Desensibilización
- Reforzamiento de conducta contraria
- Anticipación
Análisis funcional de la conducta
Estrategia de planificación de modificación de una conducta
Prevención de problemas de disciplina
- La disciplina como parte del currículo escolar
- La detección temprana de los niños en riesgo de tener problemas de
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disciplina
- La autocrítica de los docentes
- Medidas preventivas de tipo general en el centro escolar
Cuando emergen los conflictos
- La hiperactividad
- La conducta violenta
- El hostigamiento
- La conducta impertinente
- Las actitudes desafiantes
- La conducta vandálica
- El alumno que roba
- El acoso sexual
- El incumplimiento de deberes
- La mediación en la escuela
- La cooperación interinstitucional
- la conducta y el Plan Educativo Individualizado
Apéndice I
- Cuestionario de evaluación de posibilidad de solución de problemas de disciplina en la escuela
Apéndice II
- Formato de censo de problemas de disciplina en la escuela
Bibliografía recomendada
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PRÓLOGO
Durante los treinta años de trabajo como psiquiatra de niños y adolescentes, de los cuales ya casi dos como asesor y docente del Instituto Panameño de Habilitación Especial, se me ha hecho patente la gran necesidad que tiene el educador panameño de recibir instrucción sobre el manejo de los problemas de disciplina en los centros escolares. De hecho, en las visitas docentes que hacemos a las escuelas a las que el IPHE da asistencia, este es el tema que más se nos pide, y concretamente, el de las conductas agresivas.
No obstante, consciente de que con conferencias ocasionales no se puede pretender dar una capacitación efectiva al docente, ni preparar a las escuelas para desarrollar planes de prevención y tratamiento de problemas disciplinarios, he considerado la publicación de este manual con la finalidad de que sirva como documento de referencia para le elaboración de políticas y prácticas en relación a la disciplina.
En este libro se promueve la práctica de la disciplina positiva y razonada dentro de un contexto de educación democrática, como alternativa más pedagógica y humana al concepto tradicional de disciplina fundamentado en la imposición arbitraria y el castigo. Como parte del proceso de una estrategia de disciplina positiva, se incluye un mayor conocimiento y comprensión del alumno, una disposición de autocrítica del sistema educativo y de los docentes, así como acciones coordinadas entre escuela, familia e instituciones del Estado presentes en las comunidades. Se trata de esta manera de dar una visión de la educación en la que la institución escolar no se encuentre aislada, sino que sea el eje central de una gestión de la cual debe ser garante toda la sociedad.
Se parte de una reflexión filosófica sobre la disciplina en las escuelas y cómo ha evolucionado en las últimas décadas el papel de los jóvenes en la sociedad, ya que lo considero imprescindible para poder entender la necesidad de una relación docente-alumnos que no sea la acostumbrada de poder-sumisión, pero también para poder distinguir entre los que son verdaderos problemas de conducta y los que no lo son, así como la parte de responsabilidad que le toca a la escuela en la génesis de los mismos.
Se continúa dando un descripción de los problemas más importantes que se dan en las escuelas para que el educador pueda comprender mejor cómo ciertas circunstancias familiares, sociales, escolares e incluso biológicas contribuyen muchas veces a su aparición, y por lo tanto, se acerque al estudiante “mal portado” con otra mentalidad, viéndolo como una persona con una “necesidad educativa especial” que requiere ayuda y no condenas porque es víctima de situaciones o influencias que sobrepasan su capacidad de autocontrol y de juicio crítico. No quiere decir esto que los alumnos con problemas de disciplina, especialmente a medida que crecen, no tengan ningún tipo de conciencia de sus conductas, pero sí que en la mayoría de los casos, no son ciento por ciento culpables.
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A continuación se desarrolla el concepto de disciplina positiva comparándola con los métodos habituales. Se hace énfasis en la necesidad de que la disciplina se conciba formando parte del desarrollo de la personalidad y del currículo del centro desde el preescolar, de modo que los niños la vayan asimilando progresivamente hasta llegar a ser estudiantes autodisciplinados. El razonamiento, el compromiso, el elogio, la empatía y la corrección firme pero no violenta, humillante o autoritaria son los pilares sobre los que se asienta la práctica de la disciplina que se propone.
Como complemento al concepto de disciplina y preámbulo a los capítulos de prevención y tratamiento, se explican los métodos básicos de modificación de conductas como el reforzamiento de conductas deseables (beneficiosas para el proceso de autodisciplina del estudiante), la extinción de las inapropiadas y cómo se analizan las conductas tomando en cuenta los estímulos que las provocan y las consecuencias que contribuyen a que se sigan repitiendo.
La prevención de problemas de disciplina se enfoca en el establecimiento de programas escolares en los que se planteen acciones organizadas, que partiendo de la capacitación y el consenso de los educadores sobre la aplicación de la disciplina positiva, se puedan detectar precozmente los niños en riesgo de tener dificultades disciplinarias. Aquí se dan una serie de sugerencias de medidas preventivas que incluyen tanto aspectos personales de los educadores como cambios en el sistema educativo y orientación a las familias.
A la prevención sigue la forma de actuar una vez que emergen los problemas. Se aborda cada uno de los trastornos de disciplina que habían sido descritos en el segundo capítulo: la hiperactividad, la conducta violenta, el hostigamiento entre estudiantes, la conducta impertinente, el vandalismo, el robo, el acoso sexual y el incumplimiento de deberes académicos. Otros temas incluidos en este capítulo son la técnica de la mediación escolar como estrategia de mucho valor para la resolución de conflictos entre estudiantes, la cooperación interinstitucional y una disquisición sucinta sobre las expulsiones como medidas punitivas. Se ha procurado dar orientaciones claras y probadas por la experiencia. Sin embargo, no basta con leerlas para hacerse experto en ellas. Se requiere además de leerlas, meditarlas y ponerlas en práctica ganando la experiencia con el transcurrir del tiempo.
Finalmente, se incluyen dos apéndices: el primero, con un cuestionario evaluativo de las posibilidades que tiene un determinado centro escolar de resolver problemas de disciplina; y en el segundo, un formato de censo para que en cada grado se registren las dificultades disciplinarias más importantes que son las que se han descrito en este manual.
No se ha querido abrumar al educador lector con una abundancia de citas bibliográficas, recomendando solamente unas cuantas obras y páginas de Internet que se consideraron suficientes para ampliar más lo tratado en este manual.
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LA CONDUCTA EN LA ESCUELA
El comportamiento de los niños y adolescentes en los centros escolares ha sido siempre una constante de preocupación y tema que ha dado lugar a numerosas investigaciones y escritos. En la actualidad sigue siendo un aspecto de la vida escolar que, en vez de solucionarse, se va haciendo más preocupante, incluso en países de cultura más avanzada. Es una situación compleja, condicionada por factores diversos que se entrelazan y por tanto, sin una causa única a la cual apuntar. No obstante, es común que de un sector a otro se lancen acusaciones de culpabilidad. Muchos docentes señalan a los padres y a la pérdida de valores familiares; los padres de los niños recriminan a la escuela y a los maestros de haber abandonado la mística educativa y de no comprender a la juventud; ambos, padres y educadores escolares, acusan a la sociedad con sus medios de comunicación, sus atractivos perniciosos, e incluso a sus leyes de protección al menor, de ser en buena parte responsables del “descontrol” de la juventud. Esta, por su parte, rechaza una vida familiar y escolar que pretende fundamentarse en patrones de relación que consideran autoritarios y no acordes con la realidad actual. El discurso de los mayores sobre los supuestos valores que se deben practicar, no les significa mucho en un mundo en el que ven a estos mismos adultos dejarlos de lado cada vez que les conviene.
Por otra parte, tanto a nivel familiar como escolar, los adultos se quejan de que ya los jóvenes no se someten a la autoridad como sucedía en generaciones anteriores. Es común la afirmación de que tiempos pasados eran mejores y que en el mundo de hoy algo se ha perdido, razón por la cual la juventud “anda como anda”. Este “algo” que se ha perdido se refiere generalmente, al poder del adulto para someter a los hijos o a los alumnos a una obediencia estricta y sin discusión posible. Tal sometimiento se resume en una frase que se escucha muy a menudo de boca de quienes añoran esas épocas, en las que todo, supuestamente, estaba derecho y en su lugar: “Antes, mi padre o mi madre (o mis maestros) solamente tenían que mirarme fijamente para que yo me comportara bien”. O también en esta otra: “En mis tiempos, si yo me portaba mal, me daban una paliza tal que no me quedaban más ganas de hacerlo, y ahora ya ni siquiera podemos pegar o castigar a un hijo o a un alumno porque se nos acusa de maltrato.” La alianza padres-maestros en el sometimiento de los niños y jóvenes adolescentes es otro aspecto de esos “tiempos idílicos” que echan de menos algunos. Entonces – dicen – si se enviaba una queja a los padres del mal comportamiento de un determinado alumno, este recibía una reprimenda o una golpiza en su casa. Ahora, en estos casos, los padres la toman contra el maestro o la escuela. Las cosas han cambiado, y para los que piensan así, por supuesto que han cambiado para mal.
Pero, ¿qué hay de cierto en estos juicios negativos de la juventud y las creencias de que todo tiempo pasado fue mejor? De ser así, debemos suponer
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que en las generaciones de los padres, los abuelos o los bisabuelos de los estudiantes de hoy, los conflictos escolares entre alumnos y docentes, entre compañeros de clases o entre padres y escuela, o no se daban o eran mínimos lo cual es falso. Asimismo debemos entender que el proceso de enseñanza – aprendizaje corría sobre rieles y sin grandes problemas. Verlo así es, evidentemente, enfocar el asunto de manera parcial, arbitraria y vertical. Es la visión de quien somete, no de los sometidos; de quien pretende que educar es imponer y crear seres sumisos que posteriormente los relevarán en esta “noble labor” con la siguiente generación. El “se hace porque yo lo digo”, o “esta es la verdad que tienes que aprender” se resisten a dejar paso a posiciones más democráticas. Lo propio de la crianza y educación de niños ha sido, a lo largo de la historia de la humanidad, una tiranía de los adultos. El niño se encontraba en una posición verdaderamente lamentable formando el eslabón más débil de una cadena de poder que, iniciándose en los individuos que ostentaban los más altos cargos, se iba descargando en los ciudadanos comunes de sexo masculino, de estos en las mujeres y de todos ellos en los niños.
Quienes detentaban el poder, establecían a su vez los códigos de conducta que todos los demás debían seguir. Ellos determinaban qué era bueno y qué era malo dentro del ambiente social, familiar o escolar, o qué era bueno o malo para quién y para quién no. Lo bueno o lo malo no dependía entonces de qué podía beneficiar o perjudicar a quienes se les imponían tales criterios, respondiendo más bien a los intereses de un individuo, una casta o un grupo de poder (político o religioso). Fue así como surgieron y se sancionaron muchas leyes que posteriormente se desecharon por injustas, no sin grandes luchas por parte de los pueblos o por sectores específicos de la sociedad que se consideraban víctimas de las mismas. Como ejemplo de estas luchas podemos citar al movimiento ilustrado que dio lugar a la revolución francesa con su declaración de libertad, igualdad y fraternidad, que aunque poco tiempo después de iniciarse degeneró en un estado de terror y finalmente en la restauración de la monarquía, dejó un gran legado para las reivindicaciones que aún en el siglo XXI continúan planteándose en todo el mundo. Otro ejemplo, y esta vez surgido de la juventud, fue el mayo francés de 1968 y no por casualidad en el mismo país y en la misma ciudad donde se dio el primero. Fue una breve pero impactante acción revolucionaria que sin haber logrado cambiar del todo las estructuras sociales imperantes herederas de toda la tradición antidemocrática de la historia, sí marcó un importante hito en la lucha de la juventud por vivir en un mundo más libre y por hacer realidad aquella declaración universal de los derechos humanos de los gestores del derrocamiento del régimen opresivo de la monarquía francesa, que era entonces símbolo de todos los gobiernos y regímenes antidemocráticos que existían en el mundo.
La infame guerra de Vietnam, con sus millones de muertos, sus mutilados, sus bombas de napalm, su destrucción del medio ambiente y todos los horrores que la caracterizaron, contribuyó mucho a que los jóvenes de los años sesenta y setenta se rebelaran contra un mundo que, hipócritamente, disfrazaba de valores y de defensa de la libertad el crimen colectivo a favor de intereses que nada les significaban y de los que ningún beneficio moral podrían obtener. La reacción fue: “¡Amor y paz, no guerra!”. Para esos jóvenes rebeldes, incluso el
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amor era algo que el mundo de sus mayores había comercializado. A la obligación de una unión entre hombre y mujer para formar una familia ante una autoridad civil o religiosa, respondieron con el lema: ¡Unión libre! Esa misma frustración con un mundo que se les presentaba vacío, viciado y sin sentido, los llevó a evadirse mediante drogas alucinógenas, el alcohol y la vida bohemia con rechazo a todo lo que representara la vieja sociedad, incluyendo el aseo personal. Si bien se trataba de una denuncia y una oposición legítimas que simbolizaba al hombre liberándose de las ataduras que le impedían su pleno desarrollo moral y social, la propia impotencia ante estructuras decadentes pero aún muy fuertes, hizo que el movimiento contracultural degenerará en una imagen de abandono como lo aparentaban los llamados hippies de aquellos años. Pero la semilla quedó y fructificó en una juventud menos sumisa, más consciente de sus derechos, de la necesidad de ser dueña de su propio destino y más rebelde a las imposiciones y a los caprichos de los adultos, padres, maestros o gobernantes a los que antes tenía que someterse. En este sentido, mucho ayudaron los objetores de conciencia que se negaban a ir a la guerra, no por cobardía, sino porque no estaban dispuestos a matar a otros seres humanos sin razón alguna que lo justificara, o por decisiones de gobiernos basadas en intereses muchas veces oscuros y alejados de las necesidades reales de los pueblos.
Han pasado ya varias décadas desde que en el siglo XX se dieron estos movimientos liberadores, pero muchos de quienes eran en esos tiempos adolescentes y adultos universitarios, han retomado el rol que sus coetáneos denunciaron, condenaron y contra el cual se rebelaron. Ahora son padres o abuelos muy identificados con una visión de las relaciones entre adultos y jóvenes no muy diferente a las de los años previos a la década de los sesenta. Y lo que es peor, con mucha nostalgia de esa posición de poder que según dicen ya no se puede ejercer. No obstante, gracias a lo bueno que nos dejaron esos jóvenes rebeldes y a personas con una visión más clara y más adecuada a los tiempos actuales, seguidores de otras que fueron verdaderas singularidades de las épocas que les tocó vivir y que abogaban por una educación y un trato más humano hacia los niños, como fueron algunos de los humanistas del renacimiento, algunos reformadores de la educación desde Comenius, Fröebel, Montessori y otros, se han dado pasos muy importantes en este aspecto como lo son la Declaración de los Derechos de los Niños, cambios en la forma de concebir la educación escolar partiendo de las necesidades de los alumnos, la formación de leyes de protección al niño y la familia, y otros que nos enrumban hacia sociedades en las que los niños y jóvenes no sigan siendo las víctimas de las imposiciones arbitrarias de los adultos, donde no se sigan viendo como una propiedad de sus padres. Una sociedad en la que las familias no se sigan constituyendo en forma piramidal y autoritaria, sino que sean ejemplo diario de una convivencia democrática, en la que habiendo unos padres que detentan la autoridad, todos se respetan mutuamente independientemente de la edad que tengan, donde las normas se establezcan de manera razonada y como marco de conducta para todos y en beneficio de todos. No se trata de que los niños, personas aún en proceso de crecimiento, puedan hacer lo que les venga en gana, ni de que sean los que tengan la responsabilidad de mandar o dirigir la casa. Se trata de que la educación en el seno de la familia y en la escuela se desarrolle en un clima de
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respeto a su individualidad y de satisfacción de sus necesidades actuales, tanto materiales como psicológicas, que le permitan convertirse en una persona feliz, creativa y satisfecha consigo misma; sin imponer modos de pensar o dogmas que una vez crecido le sean muy difíciles de erradicar si no cree más en ellos.
Siguiendo esta línea de pensamiento, la conducta de los estudiantes en los centros escolares tiene que juzgarse no en base a las normas o caprichos de una persona que se arroga el papel de poseedor de la verdad absoluta, o de decidir que es una conducta mala o que es una conducta buena teniendo como referencia su propio código de valores, sin tomar para nada en cuenta que sea bueno o malo para los alumnos. Solamente desde esta perspectiva, podemos empezar a definir que vamos a tener por un comportamiento indeseable en la escuela. Tradicionalmente, se les ha estado exigiendo a los estudiantes un mismo tipo de atención, de compostura o de compromiso con los deberes ya sea que estén en un primer grado de la primaria que un duodécimo año de la secundaria: Estar sentados por cuarenta o cuarenta y cinco minutos, no hablar mientras un maestro o profesor dicta una clase, no perder la atención sin que importe que la lección esté resultándole muy aburrida, que sean capaces de soportar las ganas de aliviar sus necesidades corporales hasta terminada la clase, que nunca se peleen entre ellos, que no se molesten unos a otros, etc. Tales exigencias son absurdas pues no toman para nada en cuenta las características evolutivas del desarrollo humano.
También sigue estando en vigencia la norma de que a un profesor o maestro no se le puede contestar aunque esté haciendo una acusación injusta o esté maltratando verbalmente al estudiante. Es como si hubiese una ley no escrita que dice: “El docente tiene el derecho de acusar, insultar o humillar a un alumno, y este no tiene ningún derecho a defenderse, ni siquiera hablando.” Por supuesto que no existe tal ley, todo lo contrario, la ley de educación no permite la agresión física ni verbal contra un estudiante bajo ninguna circunstancia, y si bien no hace alusión al derecho de éste de defenderse en caso tal, es una norma democrática básica a la cual no de le debe temer. Lo preocupante es la insistencia de algunos educadores en negar a los alumnos este derecho, lo que conduce a una situación tiránica y de impunidad de parte de aquellos. Queremos que en la sociedad en la que vivimos reine la democracia, pero no queremos que los niños y jóvenes la practiquen en las escuelas donde la realidad es, muchas veces, de una situación dictatorial: ¡Yo hablo y tú callas aunque yo no tenga la razón!
Lleguemos ahora al punto: Solamente se puede considerar inapropiada o inadecuada la conducta de un estudiante que lo perjudique a él o a sus compañeros en el proceso de aprendizaje, o para su formación en general, pero siempre y cuando este aprendizaje y esta formación estén centrados en lo que es bueno para él y no para un determinado sistema educativo, escuela o docente. Digámoslo de otra manera: Hay conductas que deben ser siempre corregidas porque no son beneficiosas para una educación que quiera transmitir valores universales y dejar conocimientos y destrezas útiles para la vida del estudiante. Así, por ejemplo, conductas que deben ser eliminadas son todas aquellas que van en detrimento de la integridad física o psicológica del mismo alumno, de sus compañeros o de otras personas; las que perjudican las
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pertenencias materiales de los demás alumnos o las instalaciones o equipos de la escuela; todo comportamiento que perturbe la atención y concentración en una tarea o lección, tanto de quien las ejecuta como de los demás alumnos; los actos de irresponsabilidad como negarse a cumplir con sus obligaciones académicas, ya sea no haciendo las tareas encomendadas o abandonar las clases sin permiso de padres o docentes.
No se deben considerar como malas conductas aquellas que tratan de satisfacer una necesidad impostergable para el alumno como ir al sanitario; el contestar de buenas maneras al docente, o incluso el de reaccionar con disgusto ante un ataque verbal o físico de este o de un compañero; el defenderse físicamente ante una agresión que no ha provocado intencionalmente; el levantarse para recoger algún útil escolar o sacar punta a un lápiz; el hablar en medio de la clase refiriéndose al tema que se está tratando; tener sus preferencias a la hora de hacer un dibujo o desarrollar un tema dentro de una materia aunque no sea exactamente el que el docente quiere; el ser un poco más inquieto de lo normal siempre y cuando no se esté perjudicando a otros; el distraerse sin perturbar la clase ya que puede ser que haya perdido el hilo de la lección, que sea un niño muy soñador o meditabundo, que esté pasando por una situación angustiante, o simplemente que le cueste mantener la atención; negarse a hacer una tarea o examen por no entenderla o por temor a fracasar; decir una mentira no perjudicial para nadie más y que surge de una necesidad de protegerse de una posible agresión del docente o de una actitud inocente y sin malicia. Cuántas complicaciones, castigos, y reprimendas podrían evitarse si se adoptara una actitud diferente ante estos comportamientos que, más que corregirse, requieren de un conocimiento de lo que los causa y ser vistos, unos como la afirmación de la propia personalidad, otros como derivadas de necesidades que un niño no entiende por qué hay que postergar, otros de la forma de ser de la persona como el ser algo más inquieto o inatento, y finalmente otros, de circunstancias de las cuales el alumno no es responsable.
Es necesario además insistir en que el educador no debe ver a ninguno de sus alumnos como malos por el hecho de que muestren algunas conductas indeseables o perjudiciales. La cualidad de malo la tiene la conducta, el hecho negativo, no la persona. Lamentablemente esto no siempre se cumple, y muchos de los estudiantes con estas conductas son tenidos ellos mismos como malos, lo que, en vez de ayudar a resolver la situación la agrava más. Cómo actúe un alumno en la escuela puede estar determinado por su propio temperamento, su vida familiar, sus experiencias escolares o sociales previas, condiciones que afecten su salud física o psicológica, la actitud de los docentes, la conducta de otros alumnos y por el sistema educativo y disciplinario de la escuela a la que asiste, siendo muy pocas veces una sola de estos factores el responsable. Generalmente es una combinación de ellos con predominio de uno u otro.
En los años de la adolescencia, cuando los estudiantes cursan los grados de la escuela pre-media y media, sus conductas y actitudes sen convierten en un reto mucho mayor para los profesores. Es, como todos sabemos, una edad de rebeldía natural y de cuestionamientos, de la llamada explosión hormonal
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que los hace despertar de lleno a la sexualidad, así como de un período de tendencia a la pereza y a dedicar más tiempo a la vida social. Sin embargo, la adolescencia no tiene que verse como una etapa necesariamente conflictiva y de oposición. Con la adecuada comprensión de los cambios que se efectúan en ella y sabiendo canalizar con fines educativos las tendencias que surgen en los adolescentes, se les puede ayudar a conseguir logros importantes y, sobre todo, a completar el proceso de adquisición de la autodisciplina.
Un punto importante en esta etapa de la vida, es darle al estudiante un trato que se vaya asemejando más al de un adulto joven, y no hacerle sentir que es un ser inmaduro, que no tiene capacidad aún de pensar o decidir por sí mismo, error que se comete con demasiada frecuencia. Si bien no es aún del todo maduro, tampoco es ya un niño que se someta con facilidad y acepte todo lo que se le quiera imponer de una manera u otra. Es el momento de la vida en el que más se necesita ser escuchado, dar opiniones propias, tener la oportunidad de lograr la independencia y tratar de ser uno mismo, lo cual debe ser tenido en cuenta y respetado en el ámbito escolar y familiar.
El aparente aumento de los conflictos en las aulas en nuestros días necesita ser constatado por métodos científicos, no por opiniones que se fundamentan básicamente en prejuicios. Sin embargo, si damos algo de crédito a esta creencia, no podemos atribuir el fenómeno a ciertas causas como la pérdida de valores familiares o sociales sin tomar en consideración otros aspectos, como lo son el aumento considerable de la población estudiantil en las escuelas con la consiguiente saturación de las aulas; las presiones que las condiciones de la vida actual ejerce sobre las familias en lo económico, lo que obliga a muchos padres a dedicar más tiempo al trabajo fuera de casa y menos a estar con los hijos, y especialmente, al anquilosamiento de educadores y sistemas educativos que no saben cómo educar a una juventud menos dócil, más argumentadora y consciente de sus derechos. Incluso en niños de primaria se dan muestras de insumisión ante lo que consideran injusto, lo que parece alarmar aún más a docentes y directores de centros educativos, acostumbrados a que alumnos tan jóvenes cuestionen su autoridad o sus actos.
No hay ni habrá escuela donde no se den conductas perturbadoras de parte de los estudiantes. Es parte normal de la vida en todas sus etapas. Es una fantasía pretender que se pueden eliminar por completo, pues entonces no estaríamos tratando con seres humanos aún en formación. Lo importante es cómo evitar que esas conductas sean ocasionadas por el mismo sistema o por las mismas personas (padres o docentes) que tienen por finalidad educar a esos jóvenes, así como también, ver esas conductas y las crisis que provocan como momentos propicios que se deben aprovechar para el aprendizaje y la formación de la persona. Los estudiantes que presentan conductas perjudiciales para ellos o para los demás, son niños o jóvenes que necesitan ser ayudados. Ellos tienen problemas que resolver y no son conscientes o no saben cómo hacerlo. Son en todo caso, alumnos con una necesidad educativa especial. Agredirlos, rechazarlos o sancionarlos severamente con expulsiones, lejos de ayudarlos les profundiza el problema.
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La conducta de los alumnos en las escuelas requiere de un análisis diferente del que hasta ahora se le ha venido aplicando en los centros escolares, anclados aún en una concepción educativa de tipo autoritaria e impositiva, que más que seres pensantes y críticos, los quiere obedientes y resignados. Lo más importante del sistema de educación es el niño, el estudiante, no la escuela, el maestro o los padres. Por lo tanto, es el interés de aquél lo que debe primar. El interés del niño supone velar porque tenga un buen desarrollo físico, emocional y social, además de que pueda lograr un aprendizaje que realmente sea significativo y de importancia para su vida actual y futura.
Para poder ayudar a los niños y adolescentes que presentan comportamientos que consideramos perjudiciales para ellos o para los demás, es necesario entender el por qué de los mismos y las consecuencias que suelen tener, lo cual conlleva el hacer un análisis funcional de la conducta. Lo que a su vez implica conocer sus antecedentes inmediatos, cómo se presenta y qué efectos produce en el medio en el que se da, pero también, aporta mucho el conocer otros antecedentes que pueden estar muy relacionados con la conducta problemática como son la vida familiar, el estilo de crianza, las experiencias escolares y sociales previas, las condiciones médicas, etc. Conocer al estudiante nos da muchas luces para entender su comportamiento, y aunque no podamos actuar eficazmente sobre todos los factores que lo determinan, al menos podemos tratar de neutralizarlos con una buena ayuda y tratamiento en la escuela, con o sin ayuda de otros profesionales dependiendo del caso.
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