POR QUÉ LOS ADULTOS PEGAN A LOS NIÑOS
Las opiniones populares que se describieron en el apartado anterior, se deben entender
como las formas en que se trata de justificar hechos que en realidad responden a motivaciones
diferentes, aisladas o combinadas, muy extendidas en toda comunidad humana. Las
repasaremos a continuación.
Experiencia de castigos físicos en la niñez o adolescencia
La extendida frecuencia de la experiencia de haber sido castigado físicamente en la niñez
o adolescencia, hace que se acepte como algo normal y necesario. A mayor incidencia de
agresiones, mayor la posibilidad de que se repita dicho estilo de crianza en los futuros hijos. En
un estudio conducido por M. Strauss en los Estados Unidos sobre más de 9,000 familias, se
demostró que “el porcentaje de padres que aplicaban castigos corporales en niños de 4 años,
era de 78% para madres que reportaron que no habían sido castigadas físicamente en su
adolescencia y hasta de un 90% para aquellas que si lo fueron mayormente en esa etapa de la
vida”, y en el mismo informe se dice que la probabilidad de usar este tipo de castigos en
jóvenes de 16 años, aumentó desde un 48% hasta un 72% para las madres que no recibieron
golpes en la adolescencia y las que sí los sufrieron respectivamente. Para todo el que ha
trabajado muchos años en clínicas de psiquiatría o psicología de niños, es muy evidente la
conexión entre ser un padre castigador y haber sido muy castigado en los años de niñez o
adolescencia. Lo que se revela de manera directa cuando estas personas dicen: “a mi me
criaron así y creo que es lo mejor.”
En el Centro Nacional Para el Estudio del Castigo Corporal de la Universidad de Temple en
Filadelfia, un abarcador proyecto investigó adultos en cuanto a las razones de sus creencias a
favor o en contra del castigo corporal y se encontró que muchos de ellos pensaban haber
llegado a sus conclusiones de manera lógica, pero en realidad, el verdadero determinante fue
su propia historia de niñez. Aquellos que habían aplicado los castigos corporales (“spanked”,
“paddle”, “switched”, “whipped”, etc.), tendían a creer en ellos vehementemente. Los que no
habían sido golpeados o asistido a escuelas donde se pegaba, no creían que estos métodos
trajeran nada bueno o se horrorizaban ante la mera idea de aplicar estos castigos.
Desconocimiento de los efectos en la vida adulta
Si alguien en la adultez sufre uno de los efectos perjudiciales del castigo físico, no llega a
realizar el nexo que existe entre ambas cosas. El desconocimiento de cómo se manifiestan los
efectos del castigo corporal cuando se llega a la vida adulta, impide que las personas sean
conscientes de lo perjudicial que puede ser, y de igual manera, de lo inadecuado de su
aplicación para obtener buenos resultados en la educación. Por lo tanto, si esta ignorancia se
liga a la experiencia de haber sido objeto de correcciones a base de azotes en la niñez y otras
razones que comentaremos en los sucesivos apartados, se refuerza la tendencia pegar en los
adultos. Para estos la conexión entre golpear a los niños y efectos perniciosos posteriores no
solamente no existe, sino que los hace más disciplinados. Las secuelas son a menudo a
niveles no conscientes o muy sutiles, de forma que a una persona sin conocimientos de
comportamiento humano, le es casi imposible comprenderlas si no se le ayuda. Tendremos
oportunidad de describirlas más adelante.
La conciencia del “deber”
Si los padres que pegan o han pegado corrientemente, aceptaran que no es lo adecuado,
eso implicaría que no actúan como buenos padres, lo cual es difícil de admitir. A muchos les
preocupa que otros adultos como sus propios progenitores, sus hermanos, amistades, vecinos,
maestros y hasta desconocidos en la calle, les reclamen que no están criando bien a sus hijos
porque nunca les dan algún azote. Madres y padres con personalidad débil o insegura, sufren a
menudo porque no “están haciendo lo que todo buen padre debe hacer” cuando un hijo no
obedece o ha cometido alguna acción reprobable. Cuando padres ante en tal situación de
confusión, se aventuran a pegar para que su conciencia no les diga que están fracasando en
su deber, sienten inmediatamente, o poco tiempo después, grandes remordimientos que los
llevan no pocas veces a adoptar una actitud de consentimiento como forma de arrepentimiento
que los lleva a pedir perdón al hijo o hija agredidos, con la consecuencia de que si la
ambivalencia se da con frecuencia, aquellos aprenden a manipular a esa madre o padre
creándose otro tipo de problemas que también pueden constituirse en círculos viciosos: golpe,
seguido de actitud consentidora-permisiva; manipulación del niño a quien no le importa sufrir de
vez en cuando los azotes porque sabe que después viene la gratificación, manipulación que
cuando se hace excesiva, provoca los adultos más intentos de corregir físicamente y así
sucesivamente. Padres en esta disyuntiva, sienten un gran alivio, se quitan un gran peso de
sus conciencias, cuando reciben orientaciones sobre modos de ejercer sus deberes como
educadores de una manera más sana y efectiva.
Resistencia a condenar el estilo disciplinario de los padres
Cuando se llega a ser adulto, con excepciones en las que se ha sufrido maltrato con
lesiones muy profundas a nivel psicológico, se produce un fenómeno de identificación con los
propios padres y una resistencia a condenar las actitudes violentas de estos al ejercer su
autoridad. El “ahora comprendo bien porque mis padres tuvieron que pegarme y se los
agradezco”, es la frase que resume el fenómeno aludido. En un nivel mental más profundo, se
intenta no caer en la desmitificación de la sagrada imagen parental. Quizá ya los padres han
fallecido y sería aún más grave un reconocimiento de sus errores, pero aunque estuviesen
vivos, la conciencia no permite rebajar o desacralizar el icono que representa al padre o a la
madre agresores. Se produce entonces una inversión de la memoria de aquéllos, de modo que
ya no son los padres que maltrataron, sino los padres “que me ayudaron, con la correa, el palo
o la bofetada, a ser mejor, porque quién sabe qué hubiera sido de mí si no lo hubiesen hecho”.
Descontrol de impulsos
Suele suceder que cuando los padres están frustrados y enojados, descarguen la agresión
sobre el hijo como una manera de lograr el alivio de la tensión, aunque posteriormente haya
sentimientos de culpa en algunos. Estas circunstancias se ven más cuando se trata de padres
que se irritan fácilmente y tienen poco control de impulsos, como sucede en los alcohólicos, los
adictos a otras drogas ilegales, los que están pasando por problemas financieros, laborales,
maritales o de otra índole. Cuando la violencia es un patrón común en un hogar, es necesario
detenerse un poco para estudiar el comportamiento y los estilos de vida de aquéllos. En estos
casos no es raro encontrarse con personas poco equilibradas psicológicamente. Las
frustraciones de tipo económico y social son causas importantes de tales conductas que
deberían dirigirse, en principio, hacia las fuentes del malestar (explotación económica,
injusticia social o judicial, paro laboral, salarios bajos, presión en el trabajo, impotencia política,
etc.), pero es desplazada hacia blancos más fáciles y sin posibilidad de respuesta como los
hijos. Algunas mamás, especialmente aquellas que no trabajan fuera de casa y con
personalidades autoritarias o agresivas, también suelen descargar toda la ira que les origina la
carga continua de las labores domésticas con golpizas a los hijos.
También entran en este grupo, los que padecen enfermedades mentales como la
esquizofrenia, el trastorno bipolar o depresión, patologías en las que puede existir un bajo
umbral de irritabilidad, y otros trastornos de la personalidad. Dentro de esta última categoría
están el trastorno paranoide de la personalidad, algunos de cuyos síntomas son la sensibilidad
excesiva a los contratiempos y desaires, suspicacia y tendencia generalizada a distorsionar las
experiencias, lo que facilita que se interpreten las conductas de sus hijos como amenazas o
retos a su autoridad; el trastorno disocial de la personalidad que incluye ausencia de empatía
hacia los demás, baja tolerancia a las frustraciones y a la conducta cruel o violenta. Individuos
con personalidad psicopática, sociopática o disocial, tres términos con el mismo significado,
llegan a imponer a sus hijos penas disciplinarias verdaderamente brutales como arrodillarlos
sobre materiales rugosos, colgarlos de los dedos, quemarle las manos, etc. Y finalmente, el
trastorno de inestabilidad emocional de tipo impulsivo que se manifiesta por una personalidad
propensa al comportamiento violento por la falta de control de impulsos.
Estados pasajeros de frustración y enojo
Muchas veces sucede que ante una queja escolar, de otro hermano, de un vecino o ante
una conducta de un niño que causa que algo se estropee, se ensucie en la casa o se produzca
alguna lesión leve a otro miembro de la familia, uno de los adultos que con él conviven,
reaccione con intemperancia y le propine una paliza, con la mano, con correa u otro objeto. En
momentos así se han producido lesiones importantes que han necesitado de la intervención
médica o incluso la muerte de algún menor. Los diarios y la televisión nos traen cada cierto
tiempo la noticia de que algún pequeño ha fallecido por una agresión física de un padre o
madre que, estando en sus cabales, nunca lo hubiera hecho, pero que por un descontrol de
momento, se le “fue la mano”, o “se excedió” y acabó matando al niño. Una investigación
llevada a cabo en 2001 por Crouch y Behl del Centro para el Estudio de la Violencia Familiar y
Acoso Sexual, del Departamento de Psicología de la Universidad Northern Illinois, indicó que el
estrés es un factor que induce a los padres a golpear más a sus hijos, pero cuando se combina
con la creencia de que el castigo corporal es efectivo para corregir, es un estímulo aún más
poderoso.
Rechazo abierto u oculto hacia un determinado hijo o hijastro.
Otra causa de castigo físico frecuente puede ser el rechazo, consciente o inconsciente, de
un determinado niño, lo cual se da más a menudo en casos de adopciones con resultados que
no llenan las expectativas iniciales; de maternidad o paternidad obligada; cuando los padres
son personas inmaduras que no quieren al hijo por ser del sexo que no deseaban; por no ser
como él o ella querían que fuese; por haber venido en un momento “inoportuno” o simplemente
porque se parece al padre que se odia. Las agresiones se disimulan con otros pretextos,
siendo en el fondo el rechazo lo que verdaderamente los incita. Incluso es posible que la razón
real no se le haga patente a la persona que no quiere al niño, pero actúa como una pulsión
latente desde los niveles profundos de la mente. En capas de población con menos formación
intelectual, se da mucho el hecho del padre que maltrata a un hijo ante la menor excusa porque
se sospecha de que ha sido concebido por la madre en una relación extramatrimonial, porque
no responde al sexo deseado por él, o cuando se trata de un hijastro cuya presencia le
recuerda al padre la relación anterior de la madre o del padre con otra persona.
Vemos que hay diferentes motivos para que un niño sea castigado corporalmente sin que
ninguno se justifique, pero que se suelen ocultar tratando de dar explicaciones basadas en
esas creencias populares que ya se han mencionado. La impaciencia, el descontrol, la
necesidad de aliviar las tensiones del adulto, la patología de la personalidad, la irritabilidad y la
errada noción de lo que es ser padre, son las causas reales de estos hechos. Es necesario
además, decir que en una gran cantidad de casos de conducta juvenil inapropiadas, son los
mismos adultos los responsables de diferentes maneras. Cuando a un niño se le consiente
demasiado y se le malcría, acostumbra a mostrar conductas manipuladoras y caprichosas que
se tratan entonces de corregir mediante los golpes, cuando, si lo meditamos bien, insisto en lo
ya dicho, quienes deberían ser responsabilizados son los adultos que han generado las
condiciones para estos comportamientos. Igual podemos decir de aquellos padres que dan
malos ejemplos a sus hijos (de consumo de alcohol, de violencia entre ellos, de mentir, de
irresponsabilidad, etc.) y luego quieren erigirse en jueces de aquellos. Los hijos están
mostrando comportamientos aprendidos de unos adultos que de esa forma pierden la autoridad
moral para castigarlos. No se puede pretender exigir a menores de edad, especialmente a los
más pequeños, responsabilidad total y mucho menos causarles dolor físico, por acciones que
ven en sus propios padres.
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