QUÉ ES LO QUE CREE LA GENTE
A lo largo de toda la historia de la humanidad los niños han sido abusados por los adultos de
diferentes maneras, porque la sumisión de aquellos a quienes detentan la autoridad, ya sea en
la casa o en las escuelas, era y sigue siendo para muchas sociedades, un hecho
incuestionable. No se trata ya de la obediencia sana con un fin formativo de parte de un ser que
se encuentra en pleno proceso de maduración física, psicológica y social, sino del poder casi
absoluto que parece otorgarse al adulto sobre sus hijos o sus alumnos. Sin embargo, la
imposición de una potestad que fácilmente deriva en agresión o violencia física, no se ha
ejercido generalmente con el ánimo de causar dolor o daño por un placer sádico de parte de los
victimarios, sino que se ha pretendido sustentar en una serie de creencias que se han venido
transmitiendo de una generación a otra, (lo que en antropología se conoce como
endoculturación), proceso mediante el cual las víctimas de una época, se convierten
posteriormente en los agresoras cuando se encuentran gozando de los privilegios que les da el
haber pasado a constituir parte del mundo de los mayores. Son ideas que, lejos de tener algún
tipo de base objetiva, o como debería ser ya entrado el siglo XXI, en argumentos de tipo
científico, están arraigadas en consejos de abuelas y en opiniones pueblerinas que se
refuerzan por medio de supuestas confirmaciones de su pretendida veracidad.
Veremos a continuación cuáles son básicamente las creencias populares que tanto cuesta
erradicar de las mentes de las personas, incluso de aquellas que ostentan grados
universitarios, pero que en el tema que nos ocupa se siguen aferrando a ellas. Aquí es
pertinente recordar lo que ya dijo el filósofo Nietzsche de que la creencia arraigada no prueba
más que su fuerza y no la verdad de lo que se cree.
El castigo físico es un mandato de Dios.
La tesis del mandato divino es defendida con vehemencia especialmente por personas muy
apegadas a sus sagradas escrituras como la Biblia. En la primera, se emiten juicios como: “Yo
le seré a él padre, y él me será a mi hijo. Y si él hiciere mal, yo le castigaré con vara de
hombres, y con azotes de hijos de hombres” (Samuel 7:14). “Si alguno tuviere un hijo
contumaz y rebelde, que no obedeciere a la voz de su padre ni a la voz de su madre, y
habiéndole castigado, no les obedeciere, entonces lo tomarán su padre y su madre... a los
ancianos de la ciudad… y lo apedrearán” (Deu 21:18-21); “No rehúses corregir al muchacho;
porque si lo castigas con vara, no morirá. Lo castigarás con vara, y librarás su alma del Seol”
(Prov. 23:13-14). “La vara y la corrección dan sabiduría; Mas el muchacho consentido
avergonzará a su madre” (Prov. 29:15,17). “Pegada está la necedad al corazón del muchacho;
más la vara del castigo la echará fuera” (Prov. 22:15).
Un ejemplo de la mentalidad del hombre que cree firmemente que Dios ordena utilizar el
rejo y la vara para corregir a los hijos, es el siguiente que da una líder religioso: “Esto (castigar
físicamente) no significa golpearlos salvajemente como para que terminen en un hospital con
algún hueso roto. Esto es innecesario e inhumano. Pero un buen fuete, o el uso de una vara
bien aplicado en las sentaderas, será una lección que enderezará al hijo rebelde y lo hará un
hombre de bien. Recuerde, el uso de la vara en las sentaderas no matará a nadie, sino más
bien hará que los hijos respeten a los padres y no los tomen como tontos sin carácter.
Finalmente, será Dios y los hijos quienes juzgarán a los padres por su dedicación o descuido
en la disciplina que debieron impartir en casa. Esto es pues lo que directamente dicta Dios a
través de las palabras de Salomón…”
Y en el escrito de otro (cristiano) se puede leer: “El castigo físico nunca debe ser usado
para causar un dolor o daño físico permanente, sino como un golpe rápido (en el trasero,
donde hay más relleno protector, para enseñar al niño que lo que hizo está mal y es
inaceptable. Nunca debe ser usado sin control o para descargar nuestro enojo y frustraciones.”
Un defensor de estos argumentos llamado David Cox, en un trabajo que titula “Disciplinando a
nuestros hijos”, dice lo siguiente: “Cuando son inmaduros tenemos que castigarlos para que se
motiven por el miedo (temor). Cuando son maduros el amor es el motivo y ya no necesitan
castigo.”
Por otra parte, en la página Web del European Network of Ombudspersons for Children con
fecha del 22 de enero de 2007, aparece la siguiente noticia: “Expresiones arcaicas que se
utilizan para justificar el castigo corporal a los niños van a ser eliminadas de las nuevas
traducciones de la Biblia Cristiana en Noruega… una declaración hecha por la Conferencia de
Obispos de Noruega señala que hoy día la palabra corrección ha adquirido un significado
totalmente diferente de su significado original. En el lenguaje noruego moderno, la palabra
corrección es prácticamente sinónima de castigo corporal. Pero esta palabra ya no refleja de
modo adecuado lo que la Biblia enseña sobre la responsabilidad parental de educar y guiar a
los hijos.” La reseña noticiosa sigue diciendo que Peter Newell, coordinador de la Iniciativa
Global para Acabar con todo Castigo Corporal hacia los Niños, declaró: “…la Conferencia de
Obispos de Noruega a dado aquí un paso muy positivo. Con demasiada frecuencia
encontramos que la Biblia se usa como pretexto para justificar la violencia contra los niños.
Pero también es cierto que las iglesias se unen cada vez más al movimiento que trata de
eliminar todas las formas de violencia contra los niños, incluyendo el castigo corporal.” El
Consejo de Iglesias Sudafricanas (SACC), sigue informando la organización europea, también
insistió, en el año 2006, que no existe ninguna justificación bíblica para el castigo corporal de
los niños en el siglo 21. Keith Vermeulen, director de SACC, explica: “…El Antiguo Testamento
refleja como norma el patriarcado, la esclavitud y la guerra como resolución de problemas.
Este texto se refiere a una cultura de tres o cuatro mil años de antigüedad, y por eso, explica
Vermeulen, resulta problemático aplicarlo a nuestra cultura.”
Vemos pues que, dentro del seno de las iglesias cristianas, hay una tendencia a
comprender que no se pueden tomar como normas de vida actual, esta serie de ordenanzas
bíblicas que aún muchos fundamentalistas siguen defendiendo como “palabra de Dios”.
En las escrituras judeocristianas se exigen muchas acciones que hoy nadie en su sano
juicio aceptaría, a menos que sea un fanático con visos de sociopatía. Así, por ejemplo, se
ordena lapidar en ciertos casos: “Si un hermano tuyo, un hijo de tu madre, si tu hijo, tu hija o tu
mujer que es la prenda de tu corazón, o el amigo a quien más amas… quisiera persuadirte y
te dijera en secreto: vamos y sirvamos a los dioses ajenos no conocidos ni de ti ni de tus
padres…muera cubierto de piedras, le apedrearás hasta que muera, por cuanto procuró
apartarte de Jehová tu Dios.” “Si una muchacha virgen está prometida a un hombre y otro
hombre la encuentra en la ciudad y yace con ella, sacaréis a los dos a la puerta de aquella
ciudad y los lapidaréis con piedras, de suerte que mueran.” (Deuteronomio, 13:6-10 y 17:2-5).
“El hombre o la mujer que tenga espíritu pitónico o de adivinación, sean castigados de muerte:
los matarán a pedradas; caiga su sangre sobre ellos” (levítico 20:27). La mujer adúltera
también era apedreada: “Mas si es verdad lo que le imputa, y la muchacha no fue hallada
virgen, la echarán fuera de la casa de su padre, y morirá apedreada por los vecinos de aquella
ciudad, por haber hecho tan detestable cosa en Israel, pecando o prostituyéndose en casa de
su mismo padre; y con esto quitarás el escándalo de en medio de tu pueblo. Si un hombre
pecare con la mujer de otro, ambos a dos morirán, adúltero y adúltera, y quitarás el escándalo
de Israel. Si un hombre se desposó con una doncella virgen, y otro solicitándola dentro de la
ciudad durmiere con ella, sacarás a los dos a la puerta de la ciudad, y morirán apedreados: la
doncella porque no gritó, estando como estaba en la ciudad; y el hombre porque deshonró a la
mujer de su prójimo; con lo que quitarás el escándalo de en medio de ti” (Deuteronomio 22:20-
24).
La lapidación de personas no la practica hoy ninguna sociedad civilizada excepto en
sociedades islámicas donde la vida se rige por estrictas normas religiosas (se dio en Afganistán
durante el régimen talibán y se sigue dando por algunos grupos más radicales en estos
países). La Biblia también manda hacer sacrificios de animales a Dios lo que tampoco se
practica actualmente, salvo en algunas comunidades y en ciertas épocas del año. También se
demanda en la Torah hebrea observar las leyes del Shabat, lo que el cristianismo no cumple
habiendo cambiado el día sagrado de reposo al domingo y, por supuesto, sin considerar todo
aquello de no trabajar, no encender fuego, etc. De igual manera se nos manda no comer
animales considerados como impuros por el Dios de la Biblia, lo que evidentemente solo
cumplen los judíos ortodoxos. Un pastor metodista de Toledo en Ohio, Thomas E. Sagendorf,
se refiere a estos argumentos basados en la Biblia diciendo: “Utilizando el mismo tipo de
lectura selectiva, también se podría fácilmente citar a la Biblia como una autoridad en defensa
de la esclavitud, la supresión rígida de las mujeres, la poligamia, el incesto y el infanticidio.”
Por poco que se sepa sobre el contexto histórico-cultural en el que se dieron los libros
canónicos de la Biblia, se puede fácilmente entender la mentalidad de quienes los escribieron,
y a menos que se sea una persona de mente muy estrecha e ignorante de cómo era y ha
evolucionado el mundo, no es aceptable trasladar muchas de las normas que en ella aparecen
como patrón para el mundo de hoy, como lo manifestó el Consejo de Iglesias Sudafricanas.
Está claro que los grupos religiosos que se amparan en la Biblia para defender su proclividad al
castigo corporal contra los niños, toman de ella lo que más se acomoda a sus modos de actuar
y de pensar, desechando o ignorando a propósito lo que no se acomoda a sus credos.
Queda por decir que no se comprende como un Dios que se concibe como toda bondad,
que quiere que veamos en los niños la inocencia y la pureza, nos pida que los violentemos para
corregir conductas de las cuales no son, en todo caso, responsables del todo y mucho menos
mientras más jóvenes son. Es el hombre el que pone en “boca de Dios” la sanción de sus
actos. El uso de la fuerza física contra el más débil es una conducta primaria de la humanidad,
que se empieza a ejecutar desde el momento en que nuestros antepasados más remotos,
descubrieron que es una forma eficaz de someter a sus congéneres, ya sea para eliminarlos de
la competencia en la caza de animales, ya sea para devorarlos, para esclavizarlas o para
defenderse a sí mismos. El niño siempre ha estado en la base de esta pirámide de violencia en
cuya cima han estado los monarcas o reyes absolutos, convertidos ellos mismos en “hijos de la
divinidad” o en dioses, siguiendo en el siguiente nivel hacia abajo los hombres con poder que
rodean al soberano o gobiernan en sus comunidades a nombre de aquel, ejerciendo la coerción
sobre sus subordinados, quienes a su vez la aplican a sus mujeres e hijos, y estos últimos la
sufren de todos a la vez soportando, como dije, el peso de la pirámide. No se tardó mucho en
justificar este poder en cascada desde al ser supremo, encarnado o no en un rey.
Si bien es verdad que las leyes modernas han atemperado mucho la violencia que se funda
en la autoridad, sobre todo en lo que se refiere a la protección del ciudadano y la ciudadana,
considerados como sujetos con derechos a quienes el Estado ni institución o persona alguna
puede someter a coerción física o psicológica (al menos en teoría, aunque en la práctica esto
no se cumpla como sucede especialmente bajo los regímenes dictatoriales), los grupos que
menos se han beneficiado de estos avances sociales son precisamente los más débiles como
los niños y los adolescentes, y si bien ningún seguidor de la Biblia justificaría hoy que se golpee
a las mujeres o que se lapide a una persona, siguen pregonando aquello de que no dudemos
en utilizar la vara para castigar cuando lo consideremos necesario, porque de lo contrario, se
descarriará y Dios nos lo demandará por no haber sido buenos padres.
Pegar a un niño para corregirlo es un acto de amor a él.
Este argumento está íntimamente ligado al anterior en el sentido de que Dios nos exige
amar a nuestros hijos, pero también usar la vara para educarlos, por tanto si no los castigamos
físicamente para que sean personas buenas y “temerosas de Dios y de sus padres”, no
estamos amándolos de verdad. Es pues, el “te pego porque te quiero”. Debemos preguntarnos
¿cómo reaccionaríamos los adultos si una esposa, un hermano o un padre ya anciano nos
golpearan y nos dijera lo mismo? ¿Qué pasaría si una mujer cuyo marido la agrede
físicamente, escuchara de éste que lo hace porque la ama? No tengo la menor duda de que en
cualquiera de los casos, ninguna persona que se respete a sí misma, aceptaría esta
justificación de una agresión violenta. Aceptar el principio de la “violencia por el amor” es
hacerse cómplice de una relación sadomasoquista. Se dan casos de situaciones familiares
patológicas en las que tal principio es tácitamente admitido. Todo el que ha trabajado en los
campos de la psiquiatría, de la psicología, del trabajo social o en cuartos de urgencias médicas,
sabe por experiencia que se presentan mujeres o niños golpeados que se culpan así mismos
de lo que les ha sucedido y libran de toda culpa al agresor, ya sea el esposo, compañero
sentimental o padre, porque “actuaron por su bien.”
Muchos niños que han sido maltratados por sus padres o por sus maestros, refieren que en
el momento de la agresión, lejos de sentir que se les estaba manifestando amor, sentían más
bien dolor, humillación y ganas de devolver los golpes. Más adelante veremos como las
secuelas de los castigos físicos frecuentes no tienen nada que ver con lo que el amor debe
dejar en la mente de una persona en crecimiento. No es precisamente alegría, sensación de
ser querido, paz o felicidad lo que dejan los golpes.
El griego Aristófanes (siglo IV AEC), en su comedia Las Nubes, en un pasaje en el que
Estrepsiades está siendo maltratado por su hijo Fidípides (a quien había enviado a instruirse
con Sócrates para que aprendiera el arte de la retórica y de esa manera, lo ayudara a no pagar
sus deudas), satiriza el argumento del castigo por amor:
“Fidípides (a su padre Estrepsiades). - Sólo hago una pregunta: ¿Cuándo yo era chiquito,
me golpeaste, si o no?
Estrepsiades.- Claro que te golpeé, pero fue por interés para ti y por amor a tu persona.
Fidípides.- ¿No te parece justo que yo ahora te dé tus golpes, por interés por ti y amor a tu
persona? Pegarle a una gente es demostrar interés por ella, ¿o no? ¿Tu cuerpo está libre
de golpes y el mío no? También yo nací hombre libre. Si los niños lloran, ¿por qué no ha de
llorar el padre? Me vas a responder ahora que ésa es la norma, que a los niños así hay que
tratarlos. Pero yo te contradigo: los viejos son dos veces niños: es más justo castigar al
viejo que al joven, porque la falta del viejo tiene menos excusa.
……………………………………………………………………………………………………….
Estrepsiades.- No me pegues; tú mismo te haces daño. A tu tiempo tendrás la paga.
Fidípides.- ¿eso cómo?
Estrepsiades.- Yo te pegué a ti y tú a su tiempo le pegarás a tu hijo, si llegas a tenerlo.
Fidípides.- Y si no lo tengo, mi llanto será en vano y te irás riendo de mí cuando te mueras.
Estrepsiades.- Señores de mi edad, ya voy creyendo que éste razona con toda justicia. Y
creo que debe concederse a los hijos lo que es razonable. Si hacemos cosas contra lo
justo, hay que llorar para pagarlas.”
Aristófanes hace que el viejo Estrepsiades sea víctima de su propio argumento de que a los
hijos se les pega por amor, por interés de ellos mismos, para finalmente, convencido por la
retórica del hijo, acabar aceptando que a los hijos se les debe tratar de manera que no
tengamos que lamentarlo posteriormente.
A mí me pegaron mucho y sin embargo soy una persona de bien.
Es una defensa muy común, tanto en las conversaciones privadas como en las públicas que
se dan en los medios de comunicación. Las personas que opinan así, hacen una relación muy
simplista de los efectos del castigo corporal en los niños que los sufren. Su argumento inverso
es: “Si no pegas el niño se descarrila, por eso agradezco a mis padres, que me hayan azotado
cuando me lo merecía”. Incluso algunos que se lamentan de las malas acciones que han
cometido en la vida, lo atribuyen a que “les faltó el correazo o el fuete para enderezarlos en su
niñez o juventud”. Y si tienen los padres vivos, llegan a reclamarles el por qué no lo hicieron, lo
cual no es más que una manera de liberarse de la propia culpa proyectándola hacia estos. Para
quienes piensan de esta forma, la relación entre castigo físico y ser una persona de bien es
indudable. Su falta de conocimientos en la materia y otros factores, como la necesidad de
justificar sus propias acciones punitivas contra sus hijos, o de buscar una manera de aliviar sus
culpas, producen este sofisma. “Pegar corrige; a mi me pegaron mucho; por eso me corrigieron
y no soy delincuente ni mala persona)”. Se parte así de una primera premisa que es falsa,
como se demostrará más adelante una vez que hayamos visto los efectos posteriores del
castigo físico.
Ser una persona “buena” o “mala” requiere además de una definición más precisa tomando
en cuenta una serie de factores, cuya confluencia da como resultado el que una persona
presente de modo habitual, determinadas conductas que se consideran perjudiciales para la
convivencia. Mencionaremos después las razones por las cuales se considera que golpear
para educar es un método inadmisible, pero adelantemos que para criar y educar bien a un
niño, existen formas y acciones mucho más apropiadas y humanas que ni siquiera se proponen
como alternativas, sino como las que deben ser, ya que plantear una disyuntiva entre si golpear
o educar de una manera más civilizada y con mejores resultados, es dar la primera como una
opción posible, lo que no se concibe dentro de la línea de pensamiento de esta obra.
En relación a los efectos sobre las conductas de las personas, los efectos de los castigos
corporales, que no describiremos ahora de forma específica, pueden catalogarse así según la
intensidad, la frecuencia y la consecuencia física.
1º Leves y muy poco frecuentes (pueden no tener ningún efecto perjudicial pero tampoco
son necesarios a una buena educación).
2º Leves pero frecuentes (pueden no tener algún efecto perjudicial, pero transmite al niño
un estilo de crianza que repetirá en el futuro).
3º Intensos pero poco frecuentes, sin lesiones que requirieran atención. Influyen en el
modo en que el niño vive y aprende la violencia como medida para solucionar problemas.
4º Intensos y poco frecuentes pero con lesiones que requirieron atención. Pueden dejar
secuelas físicas transitorias de mayor o menos duración y secuelas psicológicas que pueden
pasar inadvertidas para la víctima.
5º Intensos y frecuentes con lesiones que no requirieron atención. Suelen dejar más
secuelas psicológicas inconscientes o conscientes permanentes que físicas.
6 Intensos y frecuentes que requirieron atención. Pueden dejar secuelas físicas y
psicológicas conscientes permanentes.
7. Intenso y mortífero.
Todas las formas de castigo físico, independientemente de si tienen o no efectos
perjudiciales, son inaceptables por ser humillantes para el niño. Además, las consecuencias en
la personalidad de un individuo, además de depender en parte de estos niveles de castigo, se
ven influenciadas por otras condiciones como el nivel mental del niño, su temperamento, su
condición física, las vivencias positivas que hayan ayudado a compensar esas otras negativas,
el ambiente familiar y social en el que crece y se desarrolla. Es por eso que plantear el hecho
de ser o no “bueno” en relación a si se nos corrigió con golpes, sin considerar estos otros
aspectos, es de una falsedad evidente.
Es de interés mencionar aquí como una anécdota entre muchas que conoció el autor, la de
un padre de familia cuyo niño se atendía por hiperactividad y problemas de aprendizaje, que en
una ocasión se puso a vociferar en la sala de espera de la clínica ante el personal auxiliar, que
él era una muestra de una persona que había recibido muchos golpes de niño y sin embargo
no era una persona con problemas. Sin embargo, se trataba de un hombre que golpeaba a la
esposa y al niño, con el resultado de que éste se tornaba más inquieto en su presencia.
Finalmente, la esposa terminó por dejarlo y cuando el niño vivía sin la presencia del padre, su
conducta mejoraba considerablemente.
Investigadores brasileros encontraron que el 35.2% de un universo de 454 alumnos de 1º y
3er grado de escuelas públicas y privadas del sureste de Brasil, que habían estado recibiendo
castigos corporales con correas de parte de sus padres o cuidadores, presentaban problemas
de conducta y de salud mental en general.
En base al argumento que niega toda posibilidad de que los castigos físicos a los niños
puedan tener efectos negativos en la vida adulta, se podría argüir también que como hay
mujeres maltratadas que no están sufriendo actualmente de problemas mentales o
emocionales, ni se han abocado a conductas irregulares, entonces el pegar a las esposas,
compañeras o novias es algo que se puede hacer. Usted señora, que está leyendo esto, ¿qué
le parece este argumento? De igual forma, como no todos los soldados que se envían a la
guerra han muerto, ni han quedado heridos o con secuelas psicológicas o psiquiátricas,
entonces podemos concluir que las guerras son deseables.
A los hijos, si no se les pega, se nos suben encima.
Con esta expresión de “se nos suben encima” se quiere decir que harán lo que les venga
en gana, manipularán a los padres y no se someterán a la disciplina. En la crianza de niños
pueden darse extremos igual de perjudiciales: la violencia para disciplinar y la excesiva
permisividad. Cuando es la última la que predomina, se produce lo que se conoce como “niños
malcriados”, acostumbrados a imponer sus deseos y su voluntad. Cuando tal situación es muy
acusada, estos niños llegan a tiranizar a sus padres o a quienes están a su cargo. En la
escuela, si esas características se asocian a un temperamento asertivo, se convierten en una
verdadera pesadilla para todos los maestros, haciéndose alumnos insoportables que incluso
cuestionan su autoridad. Se puede afirmar sin temor a errar, que la causa más frecuente de
que un hijo se “suba encima de los padres”, es esta distorsión del proceso de crianza el cual
es, como se puede comprender, responsabilidad de los adultos y no del niño. Por lo tanto, no
se puede pretender que una vez que se ha malcriado a un hijo, se quiera revertir la situación
con golpes.
En el caso de que a un niño que exhiba conductas difíciles se le haya sometido totalmente
mediante el castigo físico, lo que se ha logrado es provocar en él un estado de temor y no de
entendimiento más cabal del por qué no es conveniente que haga tal o cual cosa, y sobre todo
cuando la acción punitiva se utiliza para “prevenir” que el niño “se salga con la suya” en el
futuro, lo que se suele expresar también con el dicho popular que dice que “una buena rejera a
tiempo previene muchos problemas”. El razonamiento se queda en: “¡Si haces esto otra vez,
te vuelvo a pegar y más fuerte!” Es obvio que tal comportamiento no es formativo y no ayuda a
desarrollar en el niño la conciencia sino el miedo. Cuando no haya peligro para ejecutar las
acciones por las que fue agredido, entonces, si no se ha producido el adecuado proceso de
maduración de la conciencia, tenderán a repetirse.
Por otra parte, el concepto que muchos padres con poca formación tienen de lo que significa
“subirse un hijo encima de uno”, está relacionado con la sumisión absoluta. Así por ejemplo, si
un hijo se defiende verbalmente de un padre que lo está acusando de haber cometido una falta,
se considera que es una falta de respeto hacia el adulto, quien no solo se reafirma en su actitud
de reprensión, sino que la intensifica. Igualmente sucede cuando un niño no se quiere comer
toda la comida. No importa si no tiene hambre, si la comida no le gusta o le causa malestar,
debe ingerirla toda porque la norma del padre dice que así debe ser, de lo contrario también se
considera como una rebeldía merecedora de una sanción, que bien puede ser un correazo o la
introducción forzada de la comida. Conocí el caso de un niño de 9 años al que el padre le
amarraba las manos para poder darle los alimentos contra su voluntad. La reacción del niño fue
desarrollar una negativa persistente a comer que lo llevó a ser internado en el hospital y recibir
tratamiento psicológico.
Dando un azote de vez en cuando evita que los jóvenes se descarrilen.
Lo que suele causar que un menor de edad se descarrilo o se aleje del “buen camino” no es
la privación de los azotes. El ambiente familiar y social en el que se vive son habitualmente las
influencias más importantes en la vida de un niño o adolescente. Cuando se crece en una
familia donde no hay las condiciones adecuadas para una buena crianza y educación, donde
los propios padres tienen muchos problemas personales, de relación o económicos; cuando
además la familia está inmersa en una comunidad donde la pobreza, la falta de recursos
educativos y la delincuencia son lo común, es mucho más fácil que un menor de edad se
involucre desde edades tempranas en actividades perniciosas y se habitúe a la vida de la calle
en la que pasa más tiempo que en la vivienda, la cual no tiene las condiciones da habitabilidad
apropiadas para una vida de familia sana. En el caso de que un niño en estas circunstancias,
tenga unos padres conscientes, de buenas costumbres y con toda el interés por educarlo bien,
si con el fin de que las malas influencias del vecindario no lo dañen, se le empieza a pegar y a
tratar de manera muy estricta, solamente se logra reforzar más el resentimiento que ya de por
sí tienen los jóvenes que viven en estos grupos sociales, así como su insubordinación, la que a
su vez se traduce por un desinterés hacia las actividades escolares, por el abandono de la
escuela o por comportamientos antisociales en los cuales se va adentrando cada vez más.
Claro está que no podemos generalizar esta secuencia de eventos a todo menor de edad
que viven en áreas de pobreza o de familia disfuncional, ya que muchos salen adelante debido
a que tienen a su favor otros factores protectores como los que he mencionado previamente,
tanto intrínsecos como extrínsecos. En este sentido, y como una combinación de ambos tipos
de factores, está la escuela. Si ésta es atractiva y logra el interés del alumno y si además se da
el caso de que éste tiene un temperamento que lo lleva a querer saber más y a superarse,
entonces el resultado es una combinación feliz que lo ayuda a salir del círculo vicioso de
pobreza - familia disfunciona - delincuencia, convirtiéndose con el tiempo en una persona
productiva que logra un mejor nivel económico y social.
En un folleto publicado por EPOCH WORLDWIDE y Rädda Barnen se afirma que en los
países donde se ha prohibido el castigo corporal, no existe evidencia que muestre alteraciones
en el hogar o en la escuela debido a un incremento de niños revoltosos: "el cielo no va a caer
si dejamos de golpear a los niños.” Haapsalo y Pokela, (citados por Pacheco Gallardo)
incluyen como factores de predicción de delincuencia, la escasa supervisión parental y la
disciplina dura o punitiva que implica el castigo físico. Asimismo, Widom (1989) halló en un
estudio sobre el abuso de los niños en Indianápolis, que era bastante probable que los niños
que sufrieron abusos físicos hasta la edad de 11 años, se convirtiesen en delincuentes
violentos durante los 15 años siguientes. Asimismo el maltrato registrado a niños de edades
inferiores a 12 años predijo una violencia auto informada entre las edades de 14 y 18 años, con
independencia del género, etnia, el nivel socioeconómico, y la estructura familiar (Pacheco
Gallardo).
La falta de vigilancia y supervisión de los niños por los padres y el uso del castigo físico
severo para disciplinar, son sólidos factores predictivos de la violencia durante la adolescencia
y la edad adulta. En su estudio de 250 niños en Boston, Estados Unidos, McCord encontró que
la supervisión deficiente, la agresión y la aplicación de una disciplina muy rigurosa por parte de
los padres en niños de 10 años de edad, se vincularon firmemente con mayor riesgo de
condenas posteriores por actos violentos antes de los 45 años de edad. Huesmann, Eron y Zelli
efectuaron el seguimiento de casi 900 niños en Nueva York y encontraron que el castigo físico
severo infligido por los padres a la edad de 8 años, permitía predecir no solo arrestos por
incidentes de violencia antes de la edad de 30 años, sino también, en los muchachos, la
severidad con que estos castigarían a sus hijos y sus cónyuges. Otros estudios han obtenido
resultados similares. Mulvaney y Mebert utilizando datos de la “National Institute of Child
Health and Human Development Study of Early Child Care and Youth Development (Research
Triangle Institute, 2002)”, descubrieron que el castigo físico de parte de los padres hacia los
niños contribuye a desajustes comportamentales en niños de los 3 a los 6 años de edad (36
meses a 1er grado), siendo los efectos más pronunciados en aquellos con dificultades
temperamentales.
Estos datos confirman que la violencia, en la adolescencia y hasta la edad adulta, también
ha estado relacionada firmemente con los conflictos entre los progenitores durante la primera
infancia y con los vínculos afectivos deficientes entre padres e hijos.
Se debe hacer cuando fallan otros métodos.
Muchos padres dicen odiar tener que pegar a sus hijos, pero aseveran que es un mal
necesario cuando fallan otros métodos para disciplinar. No obstante, el problema con esto es
que los “otros métodos” a los que se refieren generalmente son inadecuados e inefectivos,
como dar sermones, amenazar con castigos que nunca se cumplen o que llegan a destiempo,
así como privar de cosas de las que el niño puede prescindir sin que le afecte mucho. La falta
de los conocimientos apropiados sobre cómo prevenir malas conductas y cómo desarrollar
estrategias disciplinarias, hace que los padres hagan lo mejor que pueden y tal como les
aplicaron a ellos la disciplina cuando estaban creciendo. Su método es el de ensayo y error,
pero sin una clara conciencia de cómo pasar de una estrategia a otra. La frustración que les
ocasiona el fallar en modificar las conductas de sus hijos, los conduce a estados de
desesperación en los que se abocan al castigo físico, y por supuesto, con ello llega también la
defensa inmediata que se produce en la mente como un mecanismo aliviador de la culpa:
“Pegué porque ya no había más remedio; mi hijo se lo merecía porque ya no hacía caso de
ninguna manera”. Es el “tuve que pegarle”. Frecuentemente les sucede que tampoco logran
sus objetivos con los golpes y se lamentan diciendo: “¡ya ni pegándole hace caso!”
La tendencia a la utilización del castigo corporal “cuando ya no hay más remedio”, tiene el
peligro de que puede iniciar una escalada de agresiones cada vez más duras, que trae
aparejados el deterioro de la relación padre o madre – hijo, mayor rebeldía de éste, aumento
del desánimo de aquellos en su papel de padres y naturalmente, más probabilidades de daños
físicos o psicológicos al hijo. La violencia nunca es respuesta, ni siquiera aunque se le justifique
como lo necesario cuando falla todo lo demás. El castigo físico en última instancia, es el
testimonio del fracaso en la crianza. Si esto se da en los conflictos entre naciones o entre
facciones rivales dentro de una sociedad en forma de guerras civiles, no dejan de ser hechos
desafortunados en los que nadie gana. Ya se ha dicho bastante: no hay guerra justa y todas
son expresiones de la estupidez humana. En cuanto a la violencia ejercida por los estamentos
policiales contra delincuentes o personas que están destruyendo propiedades o atentando
contra la vida de los demás ciudadanos, no es algo que se pueda trasladar a la familia, ya que
el papel de la policía en estos casos y en esos momentos es represivo, no educativo. En el
caso de un niño o adolescente que esté descontrolado dañando cosas o poniendo en peligro la
vida de los demás familiares o vecinos, es lícito tratar de contenerlo aunque para ello haya que
ejercer cierta violencia para inmovilizarlo, pero estos no son los casos que se suelen dar
cotidianamente en una hogar y en una escuela. Más bien se presenta cuando hay menores que
han estado bajo el efecto de un trastorno mental, de drogas, o sufriendo mucha presión
psicológica de parte de los adultos o de otros compañeros. Es importante que todo adulto que
tiene la misión de criar o educar jóvenes, aprenda cómo anticipar y manejar situaciones difíciles
que estos puedan presentar en un momento determinado.
Pegar para corregir sabiendo cómo hacerlo no es maltrato o abuso.
Con esta consigna se da carta blanca para dar los golpes que sean necesarios siempre que
se sepa “cómo” y “donde.” Así, se pretende que todos los que levantan su mano o su brazo
para impactar a un niño, tienen que tener la destreza adecuada como para dar el golpe con la
intensidad perfecta (ni mucho ni poco) y en el lugar señalado por los “expertos” que esto
proclaman. Son indicaciones más parecidas a un encuentro de boxeo con la única diferencia de
que en éste, si bien existen áreas del cuerpo en las que no se debe pegar, mientras más fuerte
el golpe mejor. Los “topógrafos” del cuerpo infantil suelen recomendar como sitios para
proporcionar los vapuleos, las nalgas (porque están rellenitas), las extremidades inferiores, los
brazos y en algunos casos la espalda, y muy común, el típico bofetón. Se llega a los extremos
de recomendar cuáles son los instrumentos más adecuados para “no hacer daño.”
Un conocido filósofo español quien incluso ha defendido la educación en democracia, ha
declarado: "Me parece mal que se pegue, pero la idea de que cualquier bofetón es un delito me
parece un disparate. Es no entender la relación entre los padres y los hijos. Uno puede dar un
bofetón como punto final a algo, a un conflicto, y puede ser pedagógico", alega el filósofo, quien
además añade: "Puede ocurrir que se te vayan de las manos las cosas con un hijo, que llegue
un momento que no haya manera de reclamar que se dé cuenta de lo que está en juego, y ése
es el momento del bofetón, pero no se trata de usarlo como práctica habitual.” Y más adelante
añade: "Es verdad que la bofetada en sí misma no enseña, pero puede formar parte de una
enseñanza, de una continuidad pedagógica.”
En este punto creo que el personaje citado nos expone una inconsistencia, ya que por un
lado dice que el bofetón puede ser parte de una enseñanza, para aclarar después que
verdaderamente la bofetada en sí misma no enseña nada. Entonces, si es así, ¿de que
enseñanza o continuidad pedagógica puede hablarse en dicho caso? ¿Sería aceptable para el
señor en mención que una autoridad policial lo propinara un bofetón al tratar de ejercer una
labor pedagógica en relación, por ejemplo, a la manera de conducir un vehículo en una
autopista? ¿O que un profesor se lo diera a un hijo suyo como parte de la pedagogía escolar?
Podemos estar de acuerdo con él en el sentido de que un bofetón aislado no es motivo de que
un padre sea acusado de un delito, pero si amonestado y advertido para que no lo repita.
El propiciar golpes a los niños dando incluso instrucciones de cómo hacerlo, es un hecho de
agresión fríamente planificada y alevosa. Lo cierto es que muchos casos de lesiones físicas en
la población infantil fueron producidos por padres u otros adultos que iniciaron sus agresiones,
según ellos, limitándose a esas partes más blandas del cuerpo y sin intención de dañar. Esto lo
veremos cuando tratemos del aspecto médico del castigo físico. Pero, lesiones o no, sigue
siendo un acto de humillación innecesario que no conduce a nada positivo. En todo caso lo
más que se puede lograr, es una obediencia inmediata por miedo. Si se repite a menudo,
siempre quedarán las marcas de la mano en la mejilla, de los correazos en las nalgas o en las
piernas, o lo que es peor, si el niño se mueve en el momento en que el golpe va dirigido a un
sector específico del cuerpo, es posible que el impacto se de en una parte más sensible como
los ojos, los oídos, el cerebro o el estómago con consecuencias más graves. Un estudio reveló
que las madres que pegan a sus hijos están expuestas 2.7 veces más de ser reportadas por
abuso infantil (o sea, a agresiones más severas). Cuando el castigo físico se efectúa con
objetos, dicha relación aumenta mucho más (Zolotor y colaboradores).
De todas maneras no deja de ser un atentado contra el derecho que tiene también el niño a
no ser violentado. El concepto de que si agredimos a un niño pero lo hacemos sin dejar
lesiones no es abuso, es una idea que no es aceptable, ya que desde el momento en que
causamos voluntariamente dolor físico o psicológico a una persona, no importa que edad
tenga, siempre es un acto que va en contra de la integridad de esa persona y vulnera uno de
sus derechos fundamentales.
Los niños varones requieren más castigo físico.
Aún queda, en algunos sectores de la población, especialmente los que menos formación
intelectual poseen, la idea de que a los niños varones hay que “curtirlos” o “endurecerles la
piel” con un trato duro, que hay que tratarlos como “hombres” para que no sean afeminados. En
cambio a las hijas si se les puede manifestar el amor mediante abrazos o besos. Es, que duda
cabe, un resabio del machismo ancestral que se resiste a desaparecer. Las personas que así
piensan, que no son únicamente los papás sino también mamás, ignoran que los niños
varones, como toda persona, necesitan que se les demuestre el amor mediante el contacto
físico, así como que se les de el ejemplo del uso de las buenas maneras en el trato diario. Las
desviaciones de la conducta de género tienen otras causas, y precisamente, unos de los
patrones de relación familiar que más se ha involucrado en su génesis es la de una madre
sobreprotectora y un padre machista, excesivamente rudo y poco afectivo. Es muy posible que
si un niño manifiesta afeminamiento desde muy temprano, el padre reaccione de una manera
inadecuada, insultándolo, agrediéndolo físicamente y alejándose de él, lo que da como
resultado un círculo vicioso y un distanciamiento cada vez mayor del niño de la figura
masculina. No debemos menospreciar además el hecho de que puede existir un factor de
índole biológica en este problema de identificación psicosexual.
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