POR QUÉ ESTE LIBRO
Estamos viviendo en todo el mundo, casi sin excepciones dignas de mención, épocas de
crisis en las que la violencia que ha caracterizado el comportamiento humano desde la
aparición del hombre sobre la faz del planeta, lejos de aminorarse, parece que recrudece,
especialmente en zonas donde los desequilibrios económicos y sociales son más intensos. La
violencia es practicada por pandillas juveniles y de adultos que reclutan niños cada vez más
jóvenes para cometer delitos, aprovechándose de la inmunidad que tienen ante las leyes
penales los menores. Tanto malhechores comunes como el narcotráfico organizado, han
descubierto esta ventaja que en cierta manera, les exime de hacer el trabajo sucio que ahora
se le encomienda a estos niños y adolescentes, los cuales se convierten incluso en asesinos
asalariados desde edades tan tempranas como los 9 o 10 años, con tal de recibir lo que para
ellos supone “una sustanciosa paga”, aunque está no sea más de unas decenas de dólares.
Las estadísticas sobre pandillas juveniles son cada vez más alarmantes y en algunas
ciudades de Latinoamérica, se pueden contar numerosos grupos de pandilleros bien dotados
de armas de fuego, que en sus enfrentamientos por el dominio de un sector de la ciudad,
cobran no pocas veces la vida de gente inocente, incluidos niños, que se ven atrapados en el
fuego cruzado. Es conocida la existencia de las llamadas “maras salvatruchas” compuesta por
miles de jóvenes repartidos por los países de Centroamérica, México y California, que en sus
acciones delictivas nada tienen que envidiarle a las que practicaban los mafiosos de Chicago
en tiempos de Al Capone, o a las de la mafia siciliana. El grado de crueldad de que son
capaces estos jóvenes, demuestra a qué nivel de sociopatía han llegado. Una noticia sobre
este tipo de crímenes cometidos por bandas juveniles en la ciudad de Colón, Panamá, dice: “La
saña ha llegado a tal grado, que los forenses de la Policía Técnica Judicial (PTJ de entonces)
han hallado cadáveres de hombres jóvenes descuartizados, a otros le han arrancado el
corazón y pulmones, mientras que la semana pasada delincuentes desenterraron un cuerpo de
un cementerio para decapitarlo”. Es sabido además, que cuando un adolescente desea ser
admitido en una de estas agrupaciones criminales, se le pide como prueba a superar, el
asesinato de una persona, la cual se escoge muchas veces al azar y otras veces es asignada
por el grupo.
En nuestro país, de 45 pandillas juveniles que se conocían en 1997, se pasó a más de 200
en la actualidad y de éstas un porcentaje importante operan en el distrito capitalino de San
Miguelito, a las cuales se responsabiliza del 80 por ciento de los homicidios ocurridos en ese
sector, según informó la Fiscalía General de Panamá. También en la provincia de Chiriquí han
surgido diversos grupos de pandilleros, entre los que se encuentra también alguno ligado al
parecer a las Maras. Los medios de comunicación nos abruman a diario con noticias sobre
robos, asaltos, balaceras y homicidios perpetrados tanto por adultos como por jóvenes y niños,
lo que ha ido produciendo un estado de miedo e inseguridad cada vez más acuciante. En el
año en curso, el crimen está dando cifras mayores que en los años precedentes y el tema se
ha convertido en la preocupación principal de la ciudadanía, como lo revelan las encuestas que
periódicamente se realizan y la cantidad de personas que aparecen a diario ejecutadas y
abandonadas en diferentes partes de la ciudad o el interior del país, así como por el creciente
número de robos y asaltos, hechos que ocupan la mayor parte del contenido de los servicios
informativos de las televisoras locales.
Ante esta especie de “tsunami” de violencia, no faltan las voces indignadas de personas,
muchos de ellos figuras públicas, que atribuyen la causa de tanto desenfreno juvenil, o al
menos en parte, a la “autoridad perdida de los padres”, aprovechando la ocasión para
endilgarle la culpa de tal merma al Código de la Familia y el Menor, el cual, según ellos, “incita
a los menores a denunciar a sus padres ante cualquier intento de estos de corregirlos”. Quejas
como: “Ahora resulta que un padre ya no le puede llamar la atención a los hijos, porque de una
vez lo acusan de abuso”; “ya no puede un padre o un maestro ni siquiera levantarle la voz al
niño porque le cae la ley encima”, etc., son las que se oyen continuamente en boca de estos
adultos que añoran, como dicen ellos: “los viejos tiempos”.
En este punto es menester referirse a un fenómeno de nuestro tiempo que solamente llama
la atención a quienes han tenido la oportunidad de estudiar la psicología infantil y juvenil, y a
los que han acumulado experiencias laborando día a día en esa área del saber humano. Se
trata del desconocimiento tan acentuado que existe en la mayoría de la población adulta sobre
el tema. Pero es aún más sorprendente cuando se da en personas que han logrado títulos
universitarios, o en aquellas que con tanta autoridad se expresan en otros asuntos, como los
políticos, los analistas, los comentaristas radiales o de televisión, los periodistas, los abogados,
médicos, etc. Cuando se refieren a los problemas de la juventud, lo hacen emitiendo opiniones
fundamentadas en creencias tradicionales que ya en su niñez oían de sus mayores, sin
preocuparse, como sí lo hacen en otros asuntos, de investigar un poco para lograr una mayor
objetividad. Afirman dichas opiniones con tanta vehemencia y docta apariencia, que se podría
casi decir que son especialistas sentando cátedra, cuando no están más que repitiendo frases
clichés, ideas populares del hombre de la calle que no pueden sustentarse con ningún estudio
científico serio. Son, por lo general, personas que adoptan una actitud escéptica y de desdén
por los verdaderos especialistas en niñez y adolescencia que se desempeñan dentro de áreas
profesionales afines (psicólogos, psiquiatras, educadores, trabajadores sociales o sociólogos,
etc.). Para ellos, lo que estos profesionales advierten sobre los peligros de castigar físicamente
a los niños, no son más que pamplinas o exageraciones, exceso de sentimentalismo o sobre
proteccionismo, producto de una época que ha perdido el verdadero sentido de la crianza y la
educación, o sandeces de académicos que desconocen los problemas de la vida real.
Es curioso que en estos tiempos las personas valoren mucho la necesidad de acudir a
verdaderos especialistas en diversos campos de la vida diaria cuando se plantean problemas
que un lego en determinada materia no sabría como resolver, o no lo podría hacer con la
profundidad y la eficiencia de un conocedor reconocido y certificado. Cuando se tiene
problemas con el motor del auto o la carrocería del mismo, generalmente acudimos al
mecánico automotriz o al chapistero; si se nos estropean los electrodomésticos, llamamos a las
agencias o técnicos dedicados a su reparación; si tenemos un problema cardíaco, acudimos,
siempre que podemos, al cardiólogo; si de riñón al nefrólogo; si del cerebro, al neurólogo o al
neurocirujano; si tenemos un problema estructural en nuestra casa o edificio, pedimos la
evaluación e intervención del ingeniero; si nos topamos con alguna dificultad legal, para eso
están los abogados, tan celosos de sus dominios profesionales y así para cada caso.
Pero cuando el problema tiene que ver con la crianza, entonces se da el prodigio de que
todos, o casi todos los ciudadanos, son entendidos. Para las otras áreas profesionales o del
conocimiento, no suele haber pretensión de saber más que los versados en cada una de ellas,
y así la conocida expresión popular “yo no soy abogado ni médico, pero…” Sin embargo, en el
tema que nos ocupa, los papeles suelen ser invertidos: “Esos psicólogos y psiquiatras no
saben nada, yo sí se cómo criar a mis hijos sin que ellos tengan que decirme cómo hacerlo”.
De modo que los años de estudio universitario (que en un psicólogo de niños pueden ser seis o
siete, y en un psiquiatra también de niños de once a doce), más los que ha dedicado a trabajar
diariamente con niños y sus familias (que en el caso de quien esto escribe fueron treinta), y
toda la literatura científica que hayan podido consultar estos profesionales, para quienes no
quieren aceptar sus recomendaciones, no cuentan en absoluto. Ellos, por el hecho de contar
con sus experiencias como hijos o como padres, pretenden que sus creencias tengan más
sustento que las de esas personas que, no solamente han sido también hijos y padres, sino
que han acumulado una gran cantidad de vivencias profesionales que los capacitan como
expertos en la materia. Prueba de esto es que cuando se quiere un peritaje en un juicio por
crianza o abuso infantil, no se llama a una persona sin calificación, sino a una que esté
certificada por el Estado o una universidad reconocida.
Da pena ver como personas por lo demás cultas y bien informadas de muchas cosas, que
usted puede ver y oír en la televisión o en la radio manifestándose como hombres y mujeres
progresistas, de elevada cultura intelectual (o al menos eso quieren hacer ver), con un gran
interés por el bienestar del país, defendiendo los derechos del hombre, de las mujeres, de los
trabajadores, y hasta de los animales (como debe ser), se hacen cómplices de los errores que
aún se cometen contra la parte más débil de toda sociedad: los menores de edad. La
complicidad se da activamente o por omisión. El primer caso se da si la persona se pronuncia
abiertamente a favor de golpear a los hijos cuando - dicen eufemísticamente -, es necesario
cuando no queda más remedio o blandiendo otros argumentos a los cuales me referiré más
adelante en este libro. El segundo caso, el que se ha llamado “el silencio cómplice”, se da
cuando el tema se deja completamente de lado porque no es algo de lo que merezca la pena
ocuparse, y no lo amerita porque eso supone cuestionar la patria potestad, malentendida como
“el derecho de cada uno a criar a sus hijos como lo considere”. Además, ¿quien pretende
ocuparse de asuntos tan “insignificantes” cuando en un país hay tantos otros de los que sí es
importante ocuparse? ¿Cómo vamos a estar dedicando tiempo a discutir tonterías, como si es
bueno o malo pegarle a los hijos, cuando hay que estar pendiente de las intrigas políticas, de
los negocios, de las inversiones, de mejorar el rendimiento deportivo del país y otras cosas
realmente trascendentales para la vida nacional?
Muchos autores de trabajos e informes sobre el problema del maltrato a los niños,
incluyendo expertos de las Naciones Unidas, se han referido a la conspiración del silencio de
las sociedades ante el problema. No se siente la necesidad de reconocerlo y menos de
ocuparse seriamente de él porque no se considera que sea importante. Se desconoce su
alcance en la vida de las comunidades y en el desarrollo de los jóvenes. Se ignora las secuelas
que el trato violento hacia los más pequeños puede dejarles para su vida adulta, como veremos
cuando lleguemos a esta parte del libro.
El abuso de niños llega a producir rechazo e indignación cuando causa lesiones graves o la
muerte a las víctimas, pero mientras no llegue a esos extremos, y por tanto, los medios no se
ocupen de los miles de menores que son golpeados o maltratos físicamente en sus hogares,
pasa entonces desapercibido para el público y se queda como un asunto puramente interno de
la familia, en el que nadie tiene el derecho de intervenir desautorizando a los padres. Se cubre
el hecho con un tupido velo y se hace silencio. Es evidente que se trata de una confabulación
de toda la sociedad, o al menos de quienes prefieren mantener las cosas así, que son la
mayoría en todas las naciones del mundo. En buena hora, cada vez son más las
organizaciones y las voces que denuncian la aceptación de un hábito como este de agredir a
los jóvenes con la excusa de educarlos, lo que no es más que un resabio de nuestra naturaleza
violenta que se resiste a desaparecer en pleno siglo XXI.
Retomando el problema de la delincuencia juvenil, los que pregonan que de alguna manera
está relacionada con la sustracción de autoridad a los padres, inculpando a las nuevas leyes de
protección al menor, hacen de esta manera una inferencia gratuita y por tanto carente de
sustento científico. Toda persona más o menos informada sobre temas sociales, sabe que en la
génesis de comportamientos delictivos, influyen una serie de factores cuya confluencia puede
variar de persona a persona. Este no es un trabajo centrado en la criminalidad juvenil, pero
debemos detenernos un momento en ella para aclarar cómo un niño o adolescente, para caer
en conductas antisociales, debe reunir entre sus antecedentes características que lo induzcan
a ellas, para que no se siga sosteniendo la aseveración tan simplista y falsa de que la supuesta
“desautorización” de los padres es, sino la principal, al menos una de las más importantes
causas.
Influyen de manera directa en la inclinación a delinquir circunstancias de diversos tipos que
cito continuación.
Temperamentales
- Impulsividad
- Deficiencias en el autocontrol
- Proclividad a la agresividad
- Insatisfacción
- Baja autoestima
Psicopatológicas
- Síndrome de hiperactividad con déficit de la atención
- Depresión crónica
- Alcoholismo y adicción a otras drogas
- Trastorno de la personalidad antisocial
- Adicción a drogas
Familiares
- Hogar disfuncional
- Maltrato físico y/o psicológico de parte de los mayores
- Disciplina inexistente, muy laxa o demasiado rígida
- Violencia intrafamiliar
- Modelos de delincuenciales en los padres o hermanos
Sociales
- Vecindario de riesgo (subcultura de la violencia)
- Condiciones económicas precarias
- Resentimiento social: por las grandes diferencias entre grupos menos
favorecidos y los económicamente pudientes.
- Ausencia de programas extra escolares que capten el interés de la juventud en
sus comunidades.
- Televisión, juegos electrónicos y cine que han ido desensibilizando a los
jóvenes ante la violencia y brindando modelos de comportamientos nada
positivos. En una noticia del diario El País de España, aparecida en 1977, se
dice lo siguiente: “La investigación se inició en 1971. Contestaron más de
1.500 niños de Londres, de edades comprendidas entre los 13 y los 16 años.
Las cuestiones se basaron en 68 programas emitidos desde 1958 a 1971, para
determinar los efectos acumulativos de la violencia televisiva. Uno de cada
ocho de los encuestados admitió haber cometido de diez a cien delitos de
diferente naturaleza violenta en un período de seis meses. A lo largo de los
doce años que cubrió la investigación, los niños que se han declarado
violentos habituales estaban en la categoría de los que se sientan ante el
televisor desde que regresan del colegio. El problema es más grave entre
niños de las clases sociales más modestas.”
Desde inicios de los años sesenta, las investigaciones arrojan resultados que
sugieren que la exposición a la violencia en televisión, cine, video juegos,
teléfonos celulares y en Internet, aumentan el riesgo de desarrollar
comportamientos violentos en los jóvenes (Huesmann). En los años que han
pasado desde entonces, los estudios y artículos en revistas científicas que
relacionan directamente a la violencia exhibida en los medios con la conducta
agresiva de los niños y adolescentes son numerosísimos. Algunos de ellos se
exponen más adelante en el capítulo 6.
Escolares
- Experiencia escolar traumática
- Desinterés por el estudio
- Deserción escolar
- Ausencia de escolaridad o escolaridad mínima. En este sentido, el informe
que presentó el Ministerio de Gobierno y Justicia sobre prevención de la
violencia y criminalidad juvenil en Panamá, en la reunión de ministros de
gobernación/seguridad pública de Centroamérica y Panamá en Guatemala, el
15 de octubre de 2007, dice que de la población penitenciaria de nuestro país,
solamente un 12,7% había logrado un 6º grado de la primaria.
Situacionales
- Presión de grupo en un determinado momento en que se presenta una
ocasión de cometer un acto delictivo.
- Bajo los efectos de bebidas alcohólicas u otra droga aunque no se sea adicto
a ellas.
- Ante una situación económica desesperada momentánea.
- Por una reacción incontrolada por celos o por peleas callejeras.
A estos factores hay que añadir el fenómeno moderno del reclutamiento de jóvenes por el
narcotráfico organizado, el cual, lógicamente, se aprovecha de los menores que están en
condiciones propicias para caer en la delincuencia.
Aunque no todos estos antecedentes se encuentran en todos los jóvenes que delinquen, el
perfil general suele ser uno que reúne varias de las condiciones citadas. Es obvio que entre la
población joven con conductas antisociales, la pobreza, el hogar disfuncional, el resentimiento
social, el fracaso escolar, el abandono de la escuela, o el vivir en comunidades de alto riesgo,
son datos comunes. Cuando en un niño que vive estas experiencias, sufre además de castigos
corporales de parte de sus padres o de quienes lo crían, el riesgo de convertirse en un
delincuente es aún más alto. En aquellos que no han tenido vivencias negativas familiares,
sociales, educativas o que presenten temperamentos que les favorezcan la emergencia de
comportamientos agresivos, el castigo corporal puede causarles otro tipo de problemas que se
describirán posteriormente.
Pero así como existen factores negativos personales y externos que facilitan la aparición de
comportamientos antisociales, también los hay positivos o protectores. Los individuos que
tienen mayor capacidad intelectual, que se sienten más motivados a superarse, que a pesar de
haber experimentado la pobreza, conflictos familiares, cierto grado de maltrato, la presión de un
vecindario donde la subcultura de la violencia y las pandillas es el imperante, si han tenido la
buena suerte de contar con personas de la familia u otras, que les han brindado afecto y
orientación, logran salir adelante, adquirir un grado académico universitario o técnicovocacional
y ser personas productivas y emocionalmente estables. La desaprobación por parte
de los padres del uso de la violencia, puede ser uno de estos factores protectores contra el
involucramiento de los jóvenes en conductas agresivas o antisociales (Ohene, Ireland, McNeely
y Borowsky, 2006).
Estos factores intrínsecos o extrínsecos protectores, no se dan en todos los que se han
convertido en ciudadanos con estudios superiores y de buena conducta en la misma cuantía o
calidad, siendo así que no siempre el resultado es un éxito completo, ya quien parece, por una
parte, un hombre o una mujer sanos y fructíferos, puede esconder bajo esa fachada problemas
emocionales o afectivos no superados o tendencias agresivas, las cuales deben ser
controladas mediante un gran esfuerzo de auto represión. Y es precisamente este tipo de
secuelas, las que ante el reto de tener que criar a un hijo o de educar a un alumno en un centro
escolar, llevan a la persona al uso del castigo físico como expresión de esa agresividad latente
que en esos momentos rompe la barrera de contención manifestándose abiertamente.
Podemos decir incluso que, cuando un hijo en la casa o un estudiante en la escuela, muestran
un comportamiento que se considera inapropiado o del todo inaceptable por parte de quien lo
educa, se da la excusa necesaria para que esa violencia o esa inestabilidad afectiva guardadas
en lo profundo del cerebro, irrumpan como descarga de la tensión acumulada desde los años
de la niñez o adolescencia.
Vemos pues, como lo que algunos, o muchos, que se consideran escépticos o desdeñosos
hacia los resultados de las investigaciones científicas sobre el tema de las secuelas de los
castigos corporales, perseverando en su convencimiento de que no prodigarlo a los hijos
“cuando se considere necesario”, es una de las razones de por qué hoy ha aumentado tanto la
delincuencia juvenil, no están pensando de forma objetiva al carecer de una visión más integral
y profundas del problema. Y también se equivocan cuando reniegan de las leyes protectoras
contra el maltrato infantil, porque el niño, como sujeto de derechos, también debe ser protegido
contra cualquier abuso.
De igual manera se han elaborado leyes tendientes a evitar el abuso de poder de las
autoridades de una nación, contra la violencia de género, contra el maltrato a los animales, de
protección de las poblaciones indígenas, etc., sin que eso moleste a quienes parecen no
aceptar que este tipo de leyes se extienda a la población menor de edad. La mera existencia de
leyes no es la culpable de que se apliquen mal por parte de alguna autoridad en un momento
determinado. Cuando una persona es acusada o demandada por la supuesta violación de
alguna ley, siempre se presume su inocencia y se procede a una investigación que comprueba
o no el delito. Digo esto porque, un argumento muy manido de quienes afirman que el Código
de la Familia y el Menor le ha restado a los padres autoridad, y no solamente eso, sino que los
tiene bajo amenazas de ser penados, se fundamentan en anécdotas como: “Yo conozco a una
señora que por haberle dado unos correazos al hijo para castigarlo por robarle dinero de la
cartera, fue acusada por el aquél y encarcelada”.
Naturalmente que un caso o algunos, no hacen la norma, pero además habría que
investigar para saber cómo fueron esos correazos, si era habitual en la señora el uso de los
golpes para corregir al hijo y por lo tanto, en qué se basaron las autoridades de menores para
su penalización. Dichas las cosas como se cuentan en estas anécdotas, no se prestan para un
cuestionamiento serio. Cuando un niño reporta a sus padres, la experiencia nos dice que en la
mayor parte de los casos existe algo de razón, y si no la ha habido, la cosa ha quedado en
nada. Así que ¿cuál puede ser el temor? Aquí vale aquello de que “el que no la teme no la
debe”. En todo caso, estas historietas que se cuentan tan alegremente y con ánimo alarmista,
no justifican el que se derogen avances jurídicos que se han dado en casi todo el mundo
civilizado, como son los códigos que protegen contra el abuso de niños.. Atribuir a las leyes
que regulan el trato al menor un papel en la incidencia mayor de crímenes de parte de ellos, es
tanto como decir que el aumento vertiginoso de los divorcios en nuestro tiempo, se debe a las
leyes que prohíben a los hombres golpear a sus esposas o concubinas; o que la infidelidad
femenina, que también parece haber aumentado, se debe también a esa prohibición de la
violencia de géneros: “Claro, como ya no se permite que le demos a nuestras mujeres un azote
de vez en cuando para enseñarles quién es el que manda, ahora se han desenfrenado”, diría
un machista. Si a quien lee esto, le puede parecer una barbaridad que alguien lo exprese o
siquiera lo piense, entonces, ¿por qué no reaccionar igual ante una afirmación similar cuando
se trata de los niños? He oído a algún analista, tratándose de la prohibición de castigar con
golpes a los menores, quejarse de que en Panamá, lo que ha pasado, es que se han traído
leyes de Europa y Estados Unidos que no necesariamente encajan en nuestro medio. Palabras
más, palabras menos, pero esa era la idea que quería dar a entender. Sobre este tipo de
afirmaciones hay que decir alto y claro: “los derechos del niño son universales” como lo son los
de otros grupos sociales. Las leyes sobre la violencia contra las mujeres tampoco nacieron en
Panamá, como tampoco lo fueron los derechos del hombre, surgidos por primera vez en la
revolución francesa.
Añadiremos también que, en casi todos los países democráticos de occidente, sino en
todos, existen códigos semejantes en esta materia. Pero vamos a más: en más de veinte
países se ha eliminado de esos códigos cualquier alusión a la prohibición al maltrato infantil
cuya redacción pueda dar origen a confusiones, o a cierto tipo de interpretaciones que
pretendan que aquel se puede dar siempre y cuando sea dentro de “límites razonables.” Y es
así como los legisladores de esos países han prohibido por ley cualquier tipo de castigo
corporal contra los menores, y no se trata solamente de países europeos, porque Chile,
Venezuela, Uruguay y Costa Rica, nuestro vecino, también lo han hecho. Tendremos
oportunidad de ver esto con mayor detalle hacia el final de la obra.
Tales opiniones sobre la “pérdida de la autoridad de los padres” me parecen además
peligrosas, porque nos pueden devolver a tiempos aún más inaceptables, como lo es el de la
patria potestad ejercida de forma absoluta y agresiva. Supondría la reafirmación de la figura del
pater familias romano con poder casi omnímodo sobre la familia. No se tiene en cuenta
además, que para devolver algo, hay que haberlo perdido primero. Pero en este caso, es
axiomático para cualquiera persona pensante, que no se puede reponer lo que no se ha
perdido o quitado, y lo que se ha dado no es una pérdida de tal autoridad, sino que en muchos
de los casos no existía, viviéndose en muchas familias un estado de convivencia más parecido
al caos que a la disciplina. Muchos padres de familia a los que se pretende “restituir” esa
autoridad, son personas que por haber crecido ellos también en ambientes familiares
disfuncionales, no han aprendido lo que es el ejercicio de una autoridad sana, ecuánime.
Entonces, empecemos primero por enseñarles en qué consiste la potestad paterna y cómo
aplicarla antes de decir que se les ha mermado.
La falta de conocimientos sobre la psicología infantil que tienen casi todas las personas que
traen hijos al mundo, es fuente de muchos errores que se cometen y que a su vez originan
conflictos innecesarios con ellos. Padres hay que por su carácter, sus buenas experiencias
familiares y el buen sentido que no es - como dijo alguna vez el filósofo Karl Poppernecesariamente
lo mismo que el sentido común, cumplen su labor educadora con sensatez y
equilibrio, lo que trae como consecuencia una crianza exitosa. Pero hay muchos más que
tratan a los hijos según se les antoje, o, como dicen, practicando el mismo estilo de crianza que
ejercieron sus padres, sin saber si estaba errado o no. Y a propósito de esto, haber tenido y
levantado varios hijos no es garantía de que se haya hecho bien. De hecho, en las familias de
estratos sociales bajos que tienen más prole, hay más posibilidades de que entre sus hijos se
de la delincuencia. Si aceptamos que todo ser humano que va a nacer tiene el derecho de venir
al mundo en el seno de una familia sana, a ser criado y educado pensando en su bienestar
físico y emocional, entonces es hora ya de no dejar que cada adulto o parejas de adultos,
improvisen y dañen a los hijos por desconocer aspectos básicos de la psicología del niño y el
adolescente. Se debe tener muy en cuenta esto cuando se quiera desarrollar planes de
prevención de la criminalidad y de la patología mental en los menores de edad.
Todo lo escrito hasta aquí en esta introducción, es suficiente para justificar el por qué de
este libro. Es una obra destinada a divulgar los aspectos más importantes de este problema
específico de la crianza y la educación que es el castigo físico. Y vale decir que, no debe el
lector confundirse y creer que solamente nos referimos al castigo corporal como aquel que deja
huellas o lesiones físicas en la anatomía de un niño, sino al uso de la fuerza en sus diferentes
tipos e intensidades con intención de causar dolor, aunque no cause lesiones, para corregir o
controlar la conducta de un menor de edad. En este libro también se denuncia que estas
agresiones reflejan el hecho de que las leyes o la sociedad, transforman un acto que en
cualquier otro momento o circunstancia, sería un delito (ataque a la integridad física de otra
persona), en una conducta legal y moralmente aceptada. Así, dedicaremos las páginas
siguientes a las creencias populares sobre el tema, a las verdaderas razones por las cuales los
adultos abusan físicamente de los hijos, a las secuelas que pueden dejar estos actos punitivos,
a los estudios recientes que se han publicado sobre sus consecuencias, a las razones por los
cuales debe estar eliminado de toda sociedad civilizada y a las legislaciones vigentes en
diferentes partes del mundo para la protección de los menores de esta clase de vejaciones.
Tener que dar al público un libro de esta índole, es ya de por sí algo que no debiera ser
necesario si estuviésemos en una sociedad más avanzada, en la que los adultos tengan
superadas esas barreras mentales que les impiden ver a sus propios hijos como personas que
merecen ser respetadas, y no como subciudadanos sin derecho a protestar, o ser defendidos
ante sus caprichos o agresiones, cualesquiera que sean las excusas en las que se quieran
fundamentar. Pero dado el hecho de que aún no solamente hemos llegado a ese punto, sino
que estamos todavía lejos de eso, trabajos como el que ahora presentamos seguirán siendo de
gran interés e importancia. No estamos hablando de personajes ficticios como se sucede en las
novelas. Nos estamos refiriendo a un porcentaje de seres humanos que conforman casi la
mitad de la comunidad mundial, siendo además, los hombres y mujeres del mañana, quienes a
su vez tendrán que estar preparados para que sus hijos encuentren un mundo donde este
estigma bárbaro de la violencia intrafamiliar haya desaparecido, o al menos sea algo poco
frecuente y raro.
Espero que quienes lean este libro, lo hagan sin prejuicios, con el pensamiento y corazón
abiertos, con disposición sincera y teniendo siempre en la mira que todo se hace para procurar
a los más débiles de la pirámide social, el bienestar de cuerpo y espíritu al que tienen tanto
derecho como cualquiera. No ha sido la intención producir un documento técnico y prolijo. He
ha querido más bien hacer algo sustancioso pero sencillo, que pueda ser comprendido por
todos sin necesidad de ser un especialista en materia alguna. Lo he escrito pensando no
solamente en los padres de familia y los educadores, sino también en todas aquellas personas
que dada la naturaleza de sus trabajos y de sus cargos en organizaciones no gubernamentales
o gubernamentales, amén de ministros y legisladores, tienen el compromiso de desarrollar
acciones sistemáticas dirigidas a la protección y bienestar de la juventud y la familia
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